El desafío independentista catalán ha superado ya todos los límites de la acción política instalándose de forma explícita en el ámbito de la sedición. Es decir, de ese territorio que antaño se conocía como traición pura y dura. No querer ver esto es no querer ver que el sol sale todos los días, el paso del tiempo o la lluvia cuando llueve.
Claro está que el independentismo (y por tanto la sedición) de los políticos en ejercicio se mantiene por ahora en el cómodo “amagar y no dar”. Se dice, se habla, se amenaza, se organizan manifestaciones hostiles y pitadas, pero no se firma nada. En el colmo de lo surrealista incluso se presume de “mantener en secreto el plan para burlar al Estado”. Así, con todas las letras. Otra cosa distinta son las organizaciones tipo Ómnium y ANC que, paralela y coordinadamente, se regodean en su impunidad de expresión y de acción.
El ciudadano español normal asiste atónito al espectáculo de ser insultado en cuanto tal, sentirse odiado y odioso, saber que sus impuestos siguen financiado semejante aquelarre, ver sus símbolos y su Jefe de Estado menospreciado y acosado en una situación insólita, tras caer el Gobierno, que se supone que nos gobierna, en la trampa idiota de la alcaldesa Colau que ha propiciado el éxito de una encerrona ya visible incluso para los que no quieren ver (la cabecera para la representación del pueblo: ¿y por qué el Rey no podía ir entre ellos?).
Y el españolito de a pie, como evidente consecuencia de este acumulo de disparates, de ineficacia y de pura estulticia, se siente indefenso.
Indefenso porque los que habrían de defenderlo, los que, embarcados desde hace ya mucho tiempo en la colección de ideas inanes que informan actitudes como “no hay que empeorar las cosas”, “ya se cansarán”, “no se atreverán” y demás conclusiones bobas, han dejado que la bicha crezca sin control. Son, no podemos menos que pensar, como unos bomberos novatos que ante el encendido de una cerilla que comienza a prender en el decorado, en el escenario de un teatro abarrotado, se limitaran a decir “no os preocupéis, se apagará sola”.
Alguien misericordioso (y un poco demasiado optimista) pensará: “Bueno, seguro que el Gobierno tiene un plan”.
En momentos en los que ya la adjetivación del disparate se agota y la gente se cansa (porque, señores del Gobierno, se está cansando), decir que ya se sabrá lo que hay que hacer no es un ejercicio de prudencia política. Es, dicho con todas las letras, una irresponsabilidad.
Porque la tentación que surge es pensar que no dicen lo que van a hacer porque no saben qué hacer.
Por eso nos sentimos indefensos.