Uno de los programas de ayuda más importantes que la Comisión Europea pone al servicio de los países candidatos o potenciales candidatos, que aspiran a incorporarse a la Unión Europea como nuevos socios, es el llamado programa de “fortalecimiento institucional”. Este programa es fruto de una necesidad y una exigencia a la vez, de la Unión Europea: para que un país candidato demuestre que es plenamente democrático tiene que disponer de un sistema de instituciones administrativas, judiciales, económicas y sociales capaces de garantizarlo. No es extraño, por tanto, que las principales ayudas financieras y de apoyo técnico vayan encaminadas a este objetivo. No hay, no puede haber, una democracia sólida ni un Estado solvente, sin unas instituciones asentadas y fuertes. Pero además, la barrera más importante de muchos países para desarrollarse social, económica y políticamente está en la dificultad de transformar instituciones corruptas, ineficientes e arbitrarias en instituciones eficaces, trasparentes y democráticas. Cuando el pago de impuestos, los puestos en la administración, los actos de gobierno, las resoluciones judiciales, el funcionamiento de las policías, etc. está ensombrecido por la corrupción y el clientelismo, el país pierde su crédito y se ve envuelto en una maraña de la que es muy difícil salir.
Es esencial, primero, que las personas que las sirven: los funcionarios, los jueces, los representantes políticos, los agentes económicos y sociales, los creadores de opinión, sean capaces y honestos. En segundo lugar, que la actuación de estas instituciones, sus decisiones y sus actos, sean no solo respetables sino también respetadas. Y respetadas, en primer lugar, por el resto de instituciones que forman el sistema. En definitiva, instituciones que funcionen y de cuyo funcionamiento los ciudadanos nos sintamos orgullosos.
España ha sido un ejemplo de éxito en el mundo por su proceso de transformación institucional de una dictadura a una democracia. Los partidos políticos, el poder legislativo, la Administración Pública, las Fuerzas Armadas, el poder judicial, los empresarios y sindicatos, cooperaron en este proceso de trasformación y lo hicieron posible. Pero podría no haber sido así. Las Cortes podrían haber bloqueado la reforma política, los partidos políticos podrían haber optado por la ruptura y no la reforma y el resto de instituciones podrían haberse alineado con unos o con otros. La historia ya lo ha visto muchas veces. Este respeto institucional y la conciencia del valor que tiene preservarlo parecen, en los últimos tiempos, un paréntesis de excepción a la sempiterna afición nacional a no tener consideración por casi nada.
El Tribunal Constitucional, uno de los órganos constitucionales por excelencia, lleva más de tres años viviendo un conflicto de alineamiento político interno y se ve incapaz de resolver el contencioso de la inconstitucionalidad del Estatuto de Cataluña. Por otro lado, desde la dirección de determinados partidos políticos y desde la máxima representación de otras instituciones como la Presidencia del Gobierno de la Generalidad, o bien se argumenta que el actual T.C. está deslegitimado para resolver este asunto, o que quién legítimamente puede interponer un recurso de inconstitucionalidad es esto o lo otro, o que la sentencia no puede poner en duda la constitucionalidad de ningún artículo porque sería contrario a la voluntad política del pueblo de Cataluña. En términos no muy diferentes se han pronunciado otros presidentes de Comunidades Autónomas, como el de Castilla La Mancha que no admite la función y la potestad de las Cortes Generales de revisar lo que sus parlamentos aprobaron. Nuevamente aparece esa voluntad política distinta de la que es expresión el Congreso de los Diputados.
Los más altos representantes de instituciones académicas, políticas, sindicales y sociales deslegitiman personal e institucionalmente al Tribunal Supremo en el ejercicio de sus competencias jurisdiccionales, bajo el manto de que hay quienes se sienten especialmente llamados a velar por la calidad democrática de las instituciones y decidir a quién hay que juzgar y a quién no. Otra vez la voluntad política.
Desde los gobiernos de las Comunidades Autónomas se alienta la “contestación” contra normas aprobadas por el Parlamento español. Ello sin hacer mención de las veces que las Comunidades Autónomas advierten de qué leyes estatales van a cumplir y cuáles no. Hay alcaldes que siguiendo el ejemplo del ex Presidente del Gobierno Vasco, llaman a los ciudadanos a participar en consultas sobre la autodeterminación. Los partidos políticos, lejos de adoptar medidas ejemplarizantes con quienes muestran conductas que se sitúan, por decirlo suavemente, en las antípodas del interés colectivo que representan, les dan amparo, o las disculpan veladamente.
No parece que este camino, que cada vez recorren más, con más alegría y mayor empeño, nos lleve a nada bueno. No estamos ante el problema de que hay que reformar determinadas instituciones, o las normas de financiación de los partidos, o incluso reformar la constitución. No, estamos esencialmente ante un problema de reformar los valores y las actitudes de muchos de los que tienen la responsabilidad de liderar nuestras instituciones.