El miembro del Foro y Catedrático de Hacienda Pública y Sistema Fiscal Leopoldo Gonzalo analiza en Vozpopuli.com analiza la situación política que atraviesa España . Gonzalo manifiesta en este artículo su «legítimo sentimiento de preocupación por la supervivencia e integridad de la nación española».
El dolor de don Miguel … y otros dolores
“A mí que tanto me duele España, mi patria, como podía dolerme el corazón o la cabeza o el vientre…”, escribió don Miguel de Unamuno ante la encrucijada histórica que le correspondió sufrir y que algunos creíamos definitivamente olvidada. Pero para eso, al parecer, se nos ha impuesto por Ley lo de la “Memoria histórica”. Memoria hemiplégica, se ha dicho, cuando debería hablarse simplemente de delirio sectario en pos de la subvención. Y ello por la cínica iniciativa de unos, y por el consentimiento acomplejado de los de siempre. Aparte la copiosa bibliografía que ocasionó nuestra última guerra civil, creo que pocos hechos contemporáneos nuestros han suscitado la publicación de tantos libros, artículos y testimonios personales acerca de “la otra memoria histórica”, la que se aloja en el contrario hemisferio del cerebro nacional. Es sabido, la insidia y la mentira se vuelven a veces contra quienes las arrojan como un bumerán. Pero el caso es que otra vez quieren enzarzarnos en nuestra secular pelea a garrotazos.
Éramos muchos los que abrigábamos la esperanza de que un nuevo gobierno enderezaría la deriva del último ejecutivo socialista, deriva ya trazada desde la misma Transición política, afectada como estuvo de aquella mezcla de buenismo, ignorancia e ingenuidad. Quizá tanta generosidad como la entonces derrochada pueda explicarse únicamente en función de la inédita y larga paz de la que se partía, que hacía impensable la posibilidad de volver a las andadas. De los graves errores de la Transición procede, sin duda, el lodazal en que ahora nos hallamos metidos. El absurdo montaje del Estado de las Autonomías; el reconocimiento y la relevancia obsequiada a los partidos separatistas (como si una nación no pudiera protegerse proscribiendo, incluso constitucionalmente, a cualquier organización atentatoria contra su integridad y supervivencia, tal como lo hizo el artículo 2º de la Constitución Alemana al declarar inconstitucionales los partidos “…que en virtud de sus objetivos o del comportamiento de sus afiliados se propongan…poner en peligro la existencia de la República Federal Alemana…”; y como también lo hace cualquier ser vivo mediante su sistema inmunológico); la ley electoral, que hace que el voto de los ciudadanos tenga distinto valor según la circunscripción electoral en la que se ejerza, y que viene confiriendo un poder decisorio en las cuestiones nacionales a quienes, precisamente, son los principales enemigos de la Nación y pretenden romperla; la confusión entre los poderes del Estado, de un Estado que después de derogar el derecho natural, de eliminar los grupos sociales intermedios y de neutralizar a la sociedad civil, se arroga el monopolio del derecho y la moral para imponer un orden político totalitario; y, en fin, el siempre críptico consenso que explicaría, entre otras cosas, la humillante claudicación del Estado de Derecho ante el terrorismo, así como la continuidad de los últimos gobiernos en el tratamiento político de semejante lacra (decía Margaret Thatcher que “el consenso es la ausencia de principios y la presencia de la conveniencia”, no precisamente para todos ni de lo justo, añadiría yo) ; todo este cúmulo de hechos y circunstancias, repito, se encuentra en la base de nuestra gravísima crisis actual. Crisis no simplemente económica, sino auténticamente existencial.
No es esto, no es esto
Aunque parezca mentira, vuelve a cobrar sentido la admonición orteguiana del “no es esto, no es esto”; el “no sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa”; lo de la “España sin pulso”, de Silvela; o aquello otro de Jorge de Santayana acerca de que “todo pueblo que ignora su historia está obligado a repetirla”. Parece mentira, pero tristemente es así contra todo pronóstico imaginable hace una treintena de años. Y es que hay una cuestión determinante, que estamos perdiendo nuestra identidad como nación. Suele decirse que un pesimista es un optimista bien informado. Bueno, pues infórmese el lector sobre lo que está pasando en algunas Comunidades Autónomas –las más- sobre todo desde que se les transfirieron algunas competencias fundamentales como las relativas a la educación, la sanidad o la justicia. Al viajar por algunas de ellas, ¿no tiene uno la sensación, cada vez más acusada, de encontrarse “fuera de casa”? Desde que comenzó la estúpida carrera centrífuga de las autonomías, todo se ha resuelto en buscar cada una un “hecho diferencial”, un territorio propio, una historia imaginaria, un himno, una bandera, un padre de la patria (cuerdo u orate, como los inefables Blas Infante o Sabino Arana). Así, resulta absolutamente inviable aquello del “sugestivo proyecto de vida en común”, por volver a Ortega. Y ante este carnavalesco espectáculo, alguna víctima del vigente sistema educativo podrá preguntarse: ¿Después de todo, qué es eso de la nación española, qué es eso de España?
¿Qué tal un poco de Metafísica?
Nunca se insistirá lo suficiente, pero la Metafísica –que está después de la Física, como en la obra de Aristóteles- tiene mucho más que ver con la convivencia, la prosperidad y el futuro de la economía de lo que pueda parecer a simple vista. Aunque en relación con todas estas cosas, me parece que la Metafísica no va después sino delante de ellas. Veamos. Si se me permite recurrir a la distinción morentiana entre sujeto y persona, y trasladarla al terreno sociohistórico, es claro que así como en el concepto de persona humana se identifican los distintos sujetos que ésta ha venido siendo en el transcurso de su vida (yo no soy idéntico a aquel niño, adolescente, joven,…que fui; pero en mí, como persona, se identifican todos aquellos sujetos y el actual, el que ahora mismo está tecleando en el ordenador), al hablar de España lo hacemos de la cuasi-persona en la que se funden los sucesivos sujetos activos y pasivos que la misma ha sido en el transcurso de su historia. Decir España, sin más, refiriéndose a la España antigua, la medieval, la renacentista, la barroca o la de hoy, no es hablar de sujetos idénticos, pero sí de un ente cuasi-personal que las identifica a todas ellas.
Para la inteligibilidad de España, recurría Julián Marías al concepto de continuidad: “supongamos –escribía el filósofo madrileño- que retrocedemos lo suficiente en el tiempo para hallarnos en una sociedad de la cual no podamos decir con rigor que es España. ¿Podemos considerarla ajena, algo que no tiene que ver con nosotros? En modo alguno, siempre que se cumpla una condición: que haya continuidad entre esa sociedad y la nuestra; es decir, que la nuestra venga de aquella”. Por eso, concluye Marías: “si se nos convenciera, por ejemplo, de que la España visigoda no era todavía España –y estoy lejos de esa convicción-, no por eso podríamos prescindir de aquella, pues sin duda Españaviene en continuidad de la sociedad visigoda. En cambio, si se trata de los vaceos o los ilergetes, falta la continuidad social, aunque pudiera haberla genética: nuestra sociedad no viene de ellas aunque pueda haber sangre de aquellos pueblos en nuestras venas”.
Lo que enseña la nueva Economía institucional
Ocurre, sin embargo, que esa cuasi-persona subsistente en continuidad histórica que llamamos España, se encuentra en permanente amenaza de derribo, tanto por parte de los nacionalismos identitarios como – lo que es aún más grave- por propio Gobierno de la Nación, según se ha puesto de manifiesto con motivo del nuevo Estatuto de Cataluña y por el asiduo apoyo que recíprocamente se prestan dicho Gobierno (esté en manos del PSOE o del PP) y los partidos o gobiernos autonómicos separatistas. Y lo más sorprendente es que esto ocurre incluso cuando los partidos en el Gobierno de España tienen mayoría absoluta, como ahora vuelve a suceder con el Gobierno de Rajoy.
Al margen del legítimo sentimiento de preocupación por la supervivencia e integridad de la nación española, ¿qué significa todo esto en relación con la crisis económica, las posibilidades de superarla y la de encauzar nuestra economía hacia un crecimiento equilibrado y sostenible? Pues mucho, muchísimo.
La nueva Economía institucional formada a partir de los trabajos del premio Nobel de 1991, Ronald Coase, pone de manifiesto que sin las instituciones adecuadas el desarrollo económico resulta imposible. Entre nosotros, el profesor Pavón ha resumido en una lista de “siete pecados capitales” las disfunciones en que se traduce la aberrante malformación institucional del Estado de las Autonomías, y que yo me permito ilustrar adicionalmente: 1º) Despilfarro (desaladoras infrautilizadas; pérdidas de agua por fricción de intereses entre las Autonomías de las diferentes cuencas hidrográficas; trenes de alta velocidad sin apenas viajeros; aeropuertos sin tráfico suficiente; ruinosas televisiones estatales, autonómicas y locales; etc. etc.); 2º) Corrupción (por vía de simples ejemplos: Gürtel, Palma Arena, Filesa, Naseiro, Palau, financiación ilegal de CIU y PSC, Eres, etc. etc.); 3º) Hipertrofia política (18 parlamentos más un Senado inútil y babélico; 18 gobiernos; cargos de las diputaciones provinciales y de los más de 8.000 ayuntamientos y cabildos insulares; infraestructura material y dotación de personal de los partidos políticos; 4º) Hipertrofia administrativa (cuatro niveles de Administración pública: estatal, autonómica, provincial y local, con más de 3.000.000 millones de empleados públicos; y más de 4.000 empresas de compleja tipología y discutible objeto); 5º) Ruptura de la unidad de mercado (heterogénea normativa territorial, legal y reglamentaria, con la consiguiente inseguridad jurídica para la planificación y desenvolvimiento de la actividad económica); 6º) Fuerteendeudamiento de las Administraciones públicas (con un alto coste financiero y en detrimento del crédito disponible para las empresas); y 7º) Ingobernabilidad del Estado (manifestada en la dificultad de establecer planes de carácter general como, por ejemplo, los Planes Energético e Hidrológico nacionales).
Adviértase que lo verdaderamente grave de este panorama institucional no es el abultado gasto que supone, ni la presión fiscal o el alto coste del servicio financiero de la Deuda pública que implica, sino las ineficiencias económicas que genera y la imposibilidad de instrumentar políticas económicas generales eficaces para superar la crisis y hacer posible el crecimiento de la economía.
El pesimismo del poeta y el optimismo de una monja venerable
El pesimismo respecto de las cosas de España es marca de nuestra literatura nacional. Son de Quevedo aquellos sobrecogedores versos que comienzan: “Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes, ya desmoronados…”. Y que concluyen no menos dramáticamente: “Vencida de la edad sentí mi espada / y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte”. Versos en los cuales, los muros a que Quevedo se refiere son, en opinión de Luis Rosales, glosador del célebre soneto de don Francisco, “…el abrazo que circunda la patria y al ceñirla establece sus límites. Y es este abrazo entre los españoles y las cosas de España…el que también se va desmoronando con el tiempo para nunca volver…en el desánimo del poeta”. Creo, sin embargo, que frente al amargo pesimismo quevedesco debemos preferir las palabras de firme esperanza que Sor María de Ágreda dirigiera en carta a Felipe IV, ante otra gravísima tesitura nacional: “Esta navecilla de España no ha de naufragar jamás, por más que llegue el agua al cuello”. Así sea.