En paralelo con el desarrollo de la crisis, el descubrimiento de nuevos casos de corrupción y el consiguiente aumento de la indignación ciudadana, ha ido adquiriendo una creciente presencia pública el concepto de transparencia política. Incluso el Parlamento, muy a menudo ajeno a las preocupaciones de sus representados, ha procedido a la tramitación de una ley nueva al respecto.
Pero ¿por qué y para qué la transparencia en política? ¿Cuál es su profunda razón de ser?
La transparencia es considerada como uno de los mecanismos más efectivos de prevención de los casos de corrupción. Un mecanismo de prevención que está basado en dos supuestos fundamentales: por una parte, un conjunto de valores que comparte ampliamente la sociedad de referencia y, por otra, una sociedad que ve con malos ojos y, por consiguiente, de alguna manera, castiga o desearía castigar al transgresor. Creo que merece la pena entrar en el detalle.
En cuanto al conjunto de valores compartidos, es un dato empírico que, en todos los grupos sociales, en las naciones en particular (e incluso en las diferentes civilizaciones), sus miembros se sienten tributarios de una serie de principios morales en sentido amplio que nadie niega o infringe en público sin recibir, de una u otra manera, el rechazo del grupo social correspondiente. Por eso las personas públicas tratan de que sus actos contrarios a esos principios no sean conocidos por los ciudadanos, sobre todo si el sistema dispone de métodos efectivos de castigo, bien por la vía de elección (castigo electoral), bien por la vía administrativa o judicial. Kant atribuía este fenómeno a un consenso moral inherente a la misma condición humana y fue precisamente él quien primero dio expresión y fundamento filosófico a la transparencia como condición básica de un buen desarrollo funcional de las sociedades democráticas modernas. Hoy en día, ya, una obviedad que adquiere cada vez más relevancia.
No tan obvias son las cosas si pasamos a analizar el segundo supuesto básico del mecanismo de transparencia: el castigo al transgresor. Para que el potencial transgresor público retroceda ante un acto reprochable no sólo debe éste implicar el riesgo de ser conocido y, con ello, echar a perder su reputación. Debe también ser eficazmente castigado.
En la legislación española, y en la reciente Ley de Transparencia, los expertos encuentran no sólo lagunas importantes en la información que se ofrece al ciudadano, sino también deficiencias en los mecanismos de denuncia y castigo de las infracciones por vía disciplinaria o judicial. Y, de hecho, la sociedad española ha sido, en los últimos tiempos, testigo impotente frente a flagrantes casos de retrasos y manipulación en los juicios de corrupción y ha percibido, entre otras cosas, la influencia negativa de la imperfecta separación de poderes también en este campo.
Pero más flagrante, si cabe, es la ineficacia del castigo electoral. Nuestro sistema partitocrático y su desconexión de la sociedad hace que el castigo electoral por los casos de corrupción no sea suficientemente profundo ni diferenciado, como se sabe que lo sería, por ejemplo, en un sistema de corte mayoritario y/o de listas abiertas. Una razón más para insistir en la reforma del sistema electoral tal como propone este Foro.
Mucho más preocupante, sin embargo, que las deficiencias de los mecanismos institucionales (es decir, elecciones, denuncias y tribunales) es cuando, por una u otra razón, el transgresor, ante las ventajas personales de la transgresión, no teme el castigo y considera llevadera la pérdida de su reputación. Pues ellodelata un grado ya importante de desmoralización (en el doble sentido de la palabra) de la sociedad de referencia. Veamos.
En la Europa continental señalamos, a veces con suficiencia, la supuesta hipocresía predominante en los países anglosajones, donde la corrupción no es menor, pero donde la fachada de honradez a todos los niveles se cultiva profusamente, alcanzando incluso el ámbito privado de los políticos. Este hipócrita énfasis en la honradez delata, sin embargo, que la censura social es potente, que se le teme, y ello explica en buena parte la relativa facilidad de las dimisiones y confesiones en dichos países, una vez descubierta la transgresión.
En el otro extremo, nos llama la atención la desfachatez, la arrogancia y la impunidad con que, por ejemplo, los poderosos en determinados países de la antigua Unión Soviética o de Latinoamérica campean por sus fueros, y nos preguntamos dónde estarían países con recursos como Rusia o Argentina sin el nivel de corrupción que padecen. Se trata de sociedades desmoralizadas en el doble sentido de la palabra, es decir, sin pulso moral para poner coto a la corrupción y resignadas a la mentira y desfachatez de los políticos. ¿Y en nuestro país?
En nuestro país vemos síntomas alarmantes. En efecto, la flagrante ausencia de dimisiones ante transgresiones que la ciudadanía juzga innegables (refugiándose los responsables en la ausencia –aún- de resolución judicial), la repetida desfachatez de políticos negando la evidencia, la burla al ciudadano incumpliendo sin rebozo el programa por el que fueron elegidos, las mentiras, la falta del más mínimo sentido de Estado cuando, por ejemplo, las cúpulas mismas de los partidos no dudan en desacreditar a Interior o a la misma policía para excusar la acusación o, en la misma línea, la táctica mutua del “tú más”, el desprecio a la ciudadanía no aceptando preguntas en las ruedas de prensa, la burla (otra vez) al ciudadano tratando de vender como regeneración democrática lo que es puro oportunismo electoral, la reelección repetida de políticos repetidamente corruptos etc., son ya síntomas de una sociedad desmoralizada a la que los transgresores no temen o temen poco. Y esto es muy grave. Porque los síntomas enumerados (¡y hay más!) no son simples apreciaciones subjetivas. Responden a hechos inventariables que la inmensa mayoría de la sociedad española percibe así y que hacen comprender la indignación, el desprecio a la clase política y las ansias de regeneración predominantes. Ansias de regeneración que sólo prevalecerán mientras la indignación se materialice en actos y prevalezca sobre la resignación y el miedo. De no ser así,nos movemos peligrosamente hacia el precipicio de una sociedad desmoralizada. Y en una sociedad desmoralizada ni siquiera la transparencia es funcional. Ya es inútil.