Aunque algunos dicen que también el elefante, admitamos que el Homo Sapiens es el único animal que tiene consciencia de su propia finitud; de su muerte. Y este no pequeño hecho es causa de muchos de nuestros comportamientos. El más primario es el miedo a perder lo único que tenemos, la vida. Por ello, todas las religiones proporcionan un atenuante a este temor ofreciendo una inmortalidad que dota de significado a la vida, al describir otro destino diferente a la mera desaparición física.
Pero es un hecho constatado que el hombre busca, además, otra cierta “inmortalidad”: permanecer en la memoria de su sociedad. Y eso se consigue, en primer lugar, asegurando el conocimiento de su nombre. Es asombroso que cada placa de estaño que cubre la cúpula del Vaticano lleve impreso el nombre del Papa que reinaba cuando se puso, al igual que lo lleva cada arco, fuente, iglesia y lapidas conmemorativas.
También impregna el fenómeno a la política más normal, colocando en cada obra pública construida con el dinero del sufrido contribuyente la consiguiente placa, recordando el nombre del que presidió el fasto inaugural. En menor grado se consigue lo mismo poniendo el nombre a una calle… aunque cien años después nadie sepa quién fue, como nos sucede en Madrid con Diego de León (¡bonito nombre para un conquistador!) o con Serrano, por poner dos de las más conocidas.
Pero esa desmemoria puede obviarse con los retratos. Todo ser humano, que en su corta existencia administra poder, aspira a colgar su retrato. Como sería demasiado descarado que se fueran colgando retratos sólo en función de la soberbia o de la voluntad de los retratados, se ha ido creando la costumbre de que toda institución que se precie, que lógicamente va cambiando de titular, tenga su galería de retratos. Así se consigue que se cuelgue automáticamente uno nuevo, camuflando la soberbia, y que, además, no lo pague el retratado.
Así hay galerías de retratos reales, papales, de cardenales, de obispos, de presidentes de gobierno, de presidentes de comunidades autónomas, de ministros, de presidentes de diputaciones, de presidentes de las más diversas instituciones públicas, de mancomunidades, de alcaldes, de presidentes de grandes y medianas empresas, de colegios profesionales…
Nada se puede decir de los existentes en instituciones privadas, pues son ellos los que se los pagan, pero sí debe exigirse otro nivel ético a las instituciones públicas. Teóricamente, con esos retratos se pretende premiar el esfuerzo desempeñado por el retratado en el honesto ejercicio de una función pública. Pero, claro, siempre que haya sido honesto.
Recientemente visité el palacio de gobierno de una comunidad autónoma. Era esperable que tuviera su galería de retratos y la tenía. En este caso, con algunos muy antiguos, pues allí estaban también los que habían ejercido de virreyes en ese territorio. Entre los que ejercieron la presidencia, ya en democracia, allí estaban los retratos de dos de ellos, uno condenado en firme por cobro de comisiones y otro que fue imputado por lo mismo, aunque la sentencia, sin anular las pruebas, declaró prescrito el delito.
Esto es un mero ejemplo de las muchas galerías de retratos de entidades públicas que debieran velar para dejar claramente significado quiénes fueron fieles servidores públicos y quiénes se aprovecharon de sus cargos para delinquir. De estos últimos debieran mantenerse sus retratos, pues presidentes fueron, pero colgados boca abajo.
Una sugerencia que bien podía recogerse en la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que se encuentra en estos momentos tramitándose en el Parlamento.