Frente a lo que siempre habíamos pensado, que el Derecho penal era un Derecho de “intervención mínima” concebido únicamente para ser aplicado en situaciones extremas en las que no cabe ninguna otra solución legal menos traumática, hoy nos encontramos en nuestro país con la expansión descontrolada de la amenaza de la responsabilidad criminal a todos los niveles, frente a cualquier persona, por cualquier irregularidad, grave o menos grave, que se detecte.
El Derecho penal ya ha conseguido, en gran medida, desplazar el ámbito que siempre ha sido propio del Derecho mercantil societario: la responsabilidad civil de los administradores. Ya hay pocos casos que llegan a juzgados y audiencias. A diferencia de otros países, en España pocos pierden el tiempo en largos y complejos procedimientos civiles ordinarios cuando existe el fácil recurso a la querella, a la simple denuncia o a la difusión de falsedades y noticias calumniosas.
Algo parecido sucede en materia tributaria. Las infracciones tributarias son sustituidas por denuncias de la Agencia Tributaria a la Fiscalía Anticorrupción que, de forma inmediata, formula querella sin más razón que el hecho de que la presunta deuda fiscal exceda de determinada cifra, sin analizar los múltiples matices que la conducta del obligado tributario puede tener y la dificultad intrínseca de la interpretación de un ordenamiento –el tributario– concebido para la caza y captura de empresas y ciudadanos, casi siempre empleados y profesionales controlados hasta el céntimo de sus fácilmente detectables ingresos y gastos.
Ahora se avecina una reforma del Código Penal que, sólo cuatro años después den la introducción de la responsabilidad penal de las personas jurídicas –de la que inicialmente los partidos políticos se excluyeron a sí mismos– amenaza con un agravamiento de los delitos y las sanciones, justo lo que necesita el empresariado patrio para contribuir a la salida de la crisis: más cambios de regulación, más costes de cumplimiento normativo, más riesgos y menos seguridad para los inversores extranjeros. Al mismo tiempo, se acaba de promulgar otra reforma importante –la de la de la Ley de Sociedades de Capital, cuatro revisiones legales en cuatro años– en línea, como no, del intervencionismo administrativo. Ninguna de estas reformas legales –tampoco un nuevo Código de Buen Gobierno de las sociedades cotizadas igualmente a las puertas– viene exigida por Directiva comunitaria alguna ni por razón imperiosa que se conozca. Se ve que son normas lanzadas para mayor gloria de sus mentores.
La responsabilidad penal ya no se funda –como nos enseñaron los maestros y aún siguen diciendo las leyes venerables– en el dolo. La mano alegre del Derecho penal económico –y hasta del Derecho penal político– ve indicios de criminalidad en todas partes: en la falta de controles policiacos de las empresas privadas sobre sus propios empleados, en la mera condición de cónyuge o copartícipe en la sociedad de un presunto delincuente, en el ejercicio de un cargo al que se presupone la capacidad infinita de conocer todo lo que acontece en la organización a la que pertenece, en el ejercicio de responsabilidades públicas coincidentes con la aprobación de presupuestos o cambios normativos a cuyo amparo han actuado unos desaprensivos, en el uso de medios pagos facilitados por terceros, en actos políticos materiales no tipificados en el Código Penal o, ya se ha dicho, en diferencias con la Administración tributaria que con frecuencia los tribunales resuelven a favor de los ciudadanos.
Amenazas
Dolo eventual, dolo indirecto, responsabilidad por omisión, culpa penal por negligencia, responsabilidad puramente objetiva, finalmente. ¿Y qué decir de la apelación a la supuesta alarma social como causa para decretar la prisión sin fianza y de los indultos y suspensiones de la ejecución de penas que han sido tan frecuentes hasta ahora? No acaban ahí las amenazas a la presunción de inocencia. Una vez presentada la denuncia por cualquiera, tenga o no interés legítimo en la causa, se inician casi siempre las actuaciones penales instructoras, en las que se concede al denunciado el supuesto estatuto de protección de una imputación penal que provoca cuanto menos preocupación, indignación muchas veces, descrédito algunas y sinsabores y elevados costes siempre. A esto último no son indiferentes las dificultades de ejecutar las coberturas de los seguros de responsabilidad civil profesional.
Los jueces instruyen porque les preocupa, con razón, el riesgo de que el tribunal superior anule y reproche el rechazo de la querella o el archivo temprano del procedimiento. Instruir poco o instruir mucho puede acercar al juez al terreno de la prevaricación, visto lo visto. La falta endémica de medios de la Justicia pone el resto.
Entretanto, mientras el Derecho penal económico asola el mundo patrio, autoridades y funcionarios siguen enrocados en su torre de marfil: exentos de responsabilidad patrimonial personal directa –en violento contraste con la situación del administrador, consejero o directivo de cualquier empresa– sólo de forma excepcional y obligando al ciudadano a acudir también a la vía penal pueden sus conductas, por irregulares que hayan sido, ser sancionadas.
En ese contexto de impunidad se producen conductas inconcebibles en otros países como las filtraciones de información por las que, sí también, algún organismo regulador está siendo investigado.
La judicialización penal de los conflictos, el estrépito de las causas criminales y la represión penal presunta, indiciaria, anticipada y pregonada son síntomas no menores de la falta de calidad –y a veces de la miseria moral– del sistema institucional.