El crecimiento económico a lo largo de la historia es el resultado de las acciones humanas de carácter empresarial en sentido amplio; es decir, asumiendo que toda acción económica –producir, vender, comprar– tanto de carácter individual como societaria tiene consecuencias para el progreso de la economía.
Los seres humanos, tanto si actúan a título personal como institucional, a la hora de decidir en el ámbito económico, lo hacen condicionados por sus prejuicios éticos y morales. Desde los filósofos griegos a los teólogos cristianos, la civilización occidental –en la que el crecimiento económico ha tenido históricamente lugar– siempre se ha caracterizado por “filosofar” acerca de la licitud moral de las decisiones económicas.
Los padres escolásticos españoles de principios del siglo XVI (Francisco de Vitoria, Tomás de Mercado, Martín de Azpilicueta, Domingo Soto, Juan de Mariana, Luis de Molina, etc.), además de sentar las bases doctrinales de la ciencia económica –siglo y medio antes que Adam Smith–, resolvieron magistralmente problemas de índole moral que afectaban a la economía: el precio justo, el interés del dinero, el salario mínimo, la propiedad privada, los beneficios, los impuestos, etc.
Adam Smith, autor del más emblemático libro de economía que se ha escrito, La riqueza de las naciones, era catedrático de Filosofía Moral, y su primer libro lo tituló La teoría de los sentimientos morales.
De más tarde –hace un siglo– proviene otra obra emblemática de gran prestigio e influencia intelectual sobre la materia: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber. Para el autor, el capitalismo y su indudable éxito económico –sin parangón posible en otros ámbitos culturales– están soportados por los principios derivados de la religión protestante: el trabajo, la austeridad, la racionalidad, etc.
La tesis weberiana ha sido refutada empíricamente desde diversas frentes. Rodney Stark, por ejemplo, en su obra The victory of reason, recuerda que fue en las católicas Venecia, Génova, Florencia, Milán, etc. donde emergió el sistema capitalista en su máximo esplendor, mucho tiempo antes de la existencia del protestantismo. Fue el cristianismo, según Stark, el que engendró la libertad, el capitalismo y, en consecuencia, el éxito de la economía occidental.
En los últimos años han proliferado estudios históricos orientados a explicar los motivos del éxito económico de occidente frente al resto del mundo con una gran coincidencia argumental: el marco institucional y los valores éticos y morales de la sociedad. El premio Nobel Douglass North, con su The Rise of the Western World, y el historiador de la tecnología Nathan Rosenberg, con su How West Grew Rich, son dos buenos –entre muchos otros– ejemplos de esta visión de la historia.
William J. Baumol escribió una monografía titulada Mercados perfectos y virtud natural en la que estudiaba la ética de los negocios y la mano invisible –de Adam Smith– y aportaba un perspicaz análisis sobre las funciones empresariales, clasificándolas en tres categorías: productivas, improductivas y destructivas.
Si definimos a los empresarios como “aquellas personas con ingenio y creatividad para encontrar los cauces que acrecientan su propia riqueza”, el empresario productivo “baumoliano” es aquél que inicia nuevas actividades, crea empleo y, por tanto, riqueza dentro de un estricto marco legal y moral; en última instancia, el prototipo ideal sería el empresario innovador “shumpeteriano” arquetípico del capitalismo moderno.
La figura del empresario improductivo, o también especulativo, es aquella que, merced a las llamadas ingenierías contables, financieras y fiscales, las segregaciones y las fusiones, las absorciones y las compras de empresas, opera con el trabajo creativo de los más genuinos emprendedores para propiciar aumentos de los beneficios y del valor de las empresas en las bolsas, no basados en la realidad.
Por último, los empresarios destructivos operan al margen de las leyes e incluyen desde los traficantes de armas y drogas hasta los depredadores de la naturaleza.
La especulación a través de pleitos, evasión de impuestos y las fortunas amasadas por los “arbitrajistas” son las más típicas funciones empresariales improductivas y destructivas, según Baumol.
Francis Fukuyama, en su obra Trust, investiga la extraordinaria importancia de la confianza, que describe como la virtud social que determina la prosperidad económica. En su vasto análisis histórico, el autor llega a una determinante conclusión: la confianza es una virtud esencialmente occidental cuyo variable ejercicio social se encuentra correlacionado con la prosperidad económica.
El título de este artículo reproduce intencionadamente el de un libro del premio Nobel James M. Buchanan, en el que sostiene que las restricciones éticas o morales del comportamiento humano ejercen importantes efectos económicos. Puede que la ética del trabajo y la ética del ahorro no estén de moda, pero Buchanan afirma que muchas actitudes y hábitos modernos pueden ser una causa de la caída de las tasas de crecimiento de la productividad.
Además de éstas y muchas otras investigaciones académicas, una mera observación del mundo pone de manifiesto que los países más ricos parecen –y son– más virtuosos que los pobres. Y cuando en las últimas décadas se observan incorporaciones de países no occidentales –Japón y Corea– al mundo rico es porque en ellos han venido adoptándose valores e instituciones sociales y políticas occidentales.