Se podría esperar que, conforme se extiende la enseñanza obligatoria y aumenta la riqueza, también se incrementan los niveles de educación de los ciudadanos y que, como una consecuencia natural, las calles de nuestras ciudades estuvieran limpias, se respetasen el mobiliario urbano y los espacios públicos, se autorregulara el nivel de ruido y los grafiteros limitasen su actividad a espacios no destinados a otras funcionalidades.
Quienes hemos viajado por el mundo podemos dar fe de que existen ciudades limpias de residuos y grafitis, como también de que hay otras muchas sucias y pintarrajeadas. Y lo que nos gustaría es que Madrid y otras ciudades españolas estuviesen en el primer grupo y no lamentablemente en este segundo.
Barrios enteros de Madrid y otras ciudades están permanentemente sucios y descuidados. Sus paramentos verticales estéticamente arruinados por grafitis de pésimo gusto. Sus transportes públicos convertidos en un desfile incesante de ‘actuaciones’ y ‘performances’.
Parecería que nos hemos resignado a nuestra degradación al rango de ciudades tercermundistas, y a ello está contribuyendo en gran medida la actitud de nuestras actuales autoridades municipales, que, lejos de afrontar tales desmanes, parecen sentirse cómodas conviviendo con ellos.
El tráfico se ha convertido en una exhibición permanente de malos modales, donde impera la ley del más fuerte y la audacia de los más atrevidos. Los cientos de furgones de reparto convierten muchas calles en ‘pistas americanas’, y los radares y otros mecanismos punitivos, en lugar de proporcionarnos tranquilidad, parecen dirigidos a hacer sentirse a los ciudadanos respetuosos como perdices en una montería.
Quienes utilizamos moto, no siempre con ejemplaridad, sorteamos cada día mil peripecias, entre las que está la de evitar que una colilla arrojada desde un automóvil se cuele en el casco y nos cueste un grave accidente o incluso la vida. ¿Habrá sido multado –severamente– alguien que haya tirado una colilla a la vía pública desde un coche? Desde luego, en los países más serios es una conducta severamente reprimida y, por tanto, casi inexistente.
Dado que la ciudad es el espacio en que vivimos, parecería razonable que nos esforzásemos en mantener entre todos una especie de ‘contrato social urbano’, para no tener que descender los peldaños que nos conducen a una selva de violencia y cochambre.
Los comportamientos vandálicos, irresponsables y egoístas se deben fundamentalmente a dos factores que se realimentan: la mala educación y la decadencia del concepto de autoridad.
Esta decadencia del concepto de autoridad ha promovido la proliferación de las actitudes gamberras y la tolerancia social a comportamientos irresponsables e insolidarios. No sólo no se persigue y castiga a vándalos y tunantes, sino que se defiende su derecho a la “libre expresión” o a vivir a su manera, en función de una situación de “crisis” que, al parecer, todo lo justifica.
Entre los desmanes de moda está el fenómeno de los “ocupas”, que subvierte nuestro orden civilizador en el que la propiedad privada ocupa un lugar primordial; ocupaciones no sólo ilegales e incivilizadas, sino, al hilo de lo dicho, tremendamente destructivas. Véase el caso del mítico ‘Johnny’, el club de música y jazz del Colegio Mayor Universitario San Juan Evangelista de Madrid, ocupado y maltratado por sujetos de la peor especie, y que ahora se tiene que reconstruir a costa, naturalmente, del erario público, todo ello con el tácito visto bueno de nuestras supuestas autoridades.
Por otra parte, el tristemente popular botellón se ha enseñoreado de plazas y jardines, que amanecen cada fin de semana como si los bárbaros hubiesen estado celebrando allí la toma de la ciudad. Hasta los campus universitarios, antaño cuna de la buena educación, se convierten a menudo en sedes de celebraciones al dios Baco, con el tácito consentimiento de las autoridades rectorales. Celebraciones que, lamentablemente, a veces terminan en tragedias como la del Madrid Arena o en la más reciente de Halloween que costó la vida a una criatura de doce años.
El ‘espíritu del tiempo’ de nuestra época es una especie vuelta a una infancia primigenia en la que la responsabilidad no existe y todo lo que ocurre es culpa de “los otros”.
La base de estas presunciones hay que buscarla en la educación. O mejor dicho, en la mala educación. La mala educación que no es sólo una responsabilidad de la escuela, sino que también, y sobre todo, es responsabilidad de la familia.
Desde hace ya mucho, y desde luego desde que se implantó la LOGSE, reina en nuestro país la peregrina idea de que el ser humano es sobre todo un detentador de derechos cuya misión en la vida es la de “realizarse” a toda costa.
Generamos ciudadanos que piensan que toda autoridad, incluida la de los padres y los maestros, es una represión intolerable, incompatible con el desarrollo de la personalidad.
Las familias delegan en la escuela la educación moral y ética de sus hijos y en la escuela los maestros se ven incapaces de transmitir valores en un marco de permanente desautorización de su trabajo, entre otros por los propios padres de familia.
Es un sistema pésimo cuyo resultado se percibe perfectamente en los espacios urbanos que son nuestro entorno más inmediato.
La renuncia a valores clásicos como el respeto a las normas, a las autoridades y, sobre todo, al resto de los ciudadanos, nos conduce no precisamente a un espacio de libertades, sino más bien a una jungla donde reinan sentimientos de autocomplacencia que permiten hacer a cada cual lo que le viene en gana sin pensar en las consecuencias.
Si no actuamos sobre la educación de los jóvenes a fin de fomentar el viejo principio de que mi libertad no es infinita, sino que termina donde empieza la de los demás, es decir, si no les enseñamos a ser ciudadanos responsables, ya podemos poner policías y cámaras de seguridad en todas las esquinas de nuestras ciudades que no habrá suficientes para cubrir a tanto bárbaro.
La mala educación y la permisividad nos conducen a donde están ya muchas ciudades invivibles.
Tal vez todavía nosotros estemos a tiempo de evitarlo.