TRIBUNA DE LA SOCIEDAD CIVIL DE ESPAÑA

Actualidad

La venganza de Frankenstein (Leopoldo Gonzalo)

Una historia de terror,…político y económico

El barón de Frankenstein dio vida a un monstruo con recortes de fiambres humanos que había exhumado clandestinamente en el viejo cementerio de Ingolstadt. Mimó y consintió de forma temeraria a su criatura dándole toda clase de caprichos, hasta que ya no pudo dominarla. Entonces, el monstruoso y estrafalario mocetón asió violentamente por el cuello a su irresponsable artífice hasta que lo estranguló.


No, no piense el lector que se trata de una de tantas fantasías basadas en la célebre novela de Mary Shelley. Ni James Whale, ni Boris Karloff, representan papel alguno en este drama. Es una historia real sucedida a caballo entre el último cuarto del siglo XX y los años hasta aquí transcurridos del XXI. Pero también es una historia de terror. De terror político y económico.

En 1978, y a golpe de real decreto-ley, se decidió dar vida en España a los llamados Regímenes preautonómicos, que, a fuerza de “pre”, fueron también pre-constitucionales. Para ello, se procedió primero a exhumar los cadáveres de los Estatutos de autonomía republicanos de Cataluña, el País Vasco y Galicia. Los dos primeros fallecidos al término de la Guerra Civil, el tercero, en realidad, nonato, pues fue inhumado en estadio de nasciturus el 18 de Julio de 1936. A partir de estos despojos, fueron improvisándose hasta diez nuevos estatutos con los que componer el extraño ser, bautizado luego con el nombre de Estado de las Autonomías. Promulgada ya la Constitución de 1978, fue completado el engendro con tres nuevos retales político-administrativos, los Estatutos correspondientes a Cantabria (por cierto, ¿sobrevivió algún cántabro a las campañas de Augusto? Habrá que consultar a don Adolfo Schulten), La Rioja y Andalucía. Como recordarán los viejos del lugar, a los españoles se les vendió el invento, ya desde la Ley para la Reforma Política, bajo el artero eslogan aquel de: “Sólo se reforma lo que se quiere conservar”; y a los acordes de aquella tonadilla de “Habla pueblo, habla” (que yo te diré lo que tienes que decir). Lo cierto es que los fragmentos del nuevo ente poco tienen que ver con criterio lógico alguno, pues ni son regiones naturales, ni económicas, ni culturales, ni históricas, netamente discernibles. A menos que se quiera enmendar la plana a las sesudas investigaciones de don Arnoldo Toynbee recogidas en los densos volúmenes de su Estudio sobre la Historia. ¡Qué sabía este hombre de culturas y civilizaciones! Claro que, de lo que se trataba era, al parecer, de dar solución definitiva a eso de los “hechos diferenciales”. Ya saben ustedes, si al volante de su automóvil rebasan, por ejemplo, la raya que separa las comunidades de Madrid y Castilla-La Mancha, entrando en la provincia de Toledo, en seguida advertirán un radical cambio de panorama, geográfico y humano: individuos de talla notablemente menguada, tez amarilla, ojos rasgados y habla dialectal de la jerga idiomática china que se emplea en Manchuria. No se extrañen, se trata del “hecho diferencial” castellano-manchego. Y a partir también de Madrid, cualquier itinerario hacia el norte, el sur, el este o el oeste, esta plagado de “hechos diferenciales” semejantes. Se explica así el rompecabezas o mapa de las diecisiete Comunidades autónomas de que disfrutamos.

Y el monstruo echó a andar

Bueno, pues la criatura echó a andar tan torpemente que pronto los dos partidos hegemónicos -la jadeante UCD y el Partido Socialista, dizque obrero y español- trataron de enderezar sus pasos mediante la aprobación pactada de la LOAPA, en 1982. Pero el Gobierno vasco, la Generalidad de Cataluña, CIU y el PNV –es decir, lo mejor de cada casa-, la recurrieron de inconstitucionalidad, considerando que los estatutos de autonomía, normas integrantes del bloque constitucional, no podían quedar limitados por una ley del Estado. Consiguieron su propósito. Primer servicio a la causa por parte del TC. El más reciente, su sentencia sobre el nuevo Estatuto de Cataluña, en 2011.

Hoy, el monstruo, gracias a las golosinas y caprichos que se le han ido dando en forma de transferencias en materia de educación, sanidad, servicios sociales, disciplina de mercados, cuencas hidrográficas, fiscalidad, relaciones internacionales, administración de justicia, y tantas otras; hoy, repito, el vaciado competencial del Estado y el irresponsable ejercicio de una autonomía dudosamente constitucional por parte de las Administraciones territoriales, han dado al traste con la unidad de mercado, multiplicado el gasto público –pletórico en duplicidades e ineficiencias- hasta límites inéditos, sembrado la confusión de lenguas y disparado la presión tributaria. Y todo esto, con ser gravísimo, no lo es tanto como la quiebra que ha supuesto de principios constitucionales básicos como son los de igualdad, equidad y seguridad jurídica, imprescindibles para el normal desenvolvimiento de la sociedad y de la economía españolas. Dicho con palabras del profesor Juan Alfonso Santamaría que me gusta repetir, el actual Estado de las Autonomías ha derivado en “un régimen que sólo genera incertidumbres, que impide gobernar y administrar con normalidad y espíritu cooperativo y que es una fuente de conflictos, de actuaciones de recelo y de hostilidad recíproca; un régimen que si no nos constaran la ignorancia, la improvisación, el arbitrismo y la falta de sentido de la realidad con que fue montado, se diría hecho mal de propósito”.

Y encima vino la crisis

Y en estas, nos sobreviene la crisis económica más grave que se recuerda desde la Gran Depresión. Lo terrible es que ahora el monstruo no se deja gobernar, que hace imposible la instrumentación de las políticas generales que precisa el país. No ésta o aquella parte del mismo, sino del conjunto de la nación. Se ignoró el mensaje de la ficción literaria de Mary Shelley. Frankenstein simboliza, en efecto, la rebelión de la criatura contra su creador, es un aviso del castigo consiguiente al uso irresponsable de la tecnología, en nuestro caso, del arbitrismo político y del espíritu improvisador que caracterizaron a la Transición; así como también de la incomprensible debilidad con que fueron tratados unos nacionalismos, entonces, de escasísima implantación social.

Hay que reducir al monstruo.

Las dificultades con que ahora topamos para lograr la consolidación fiscal que se nos exige desde Bruselas, sirven como muestra de lo que digo, aunque sólo son eso, una muestra importante de los graves problemas que plantea la actual configuración del Estado de las Autonomías. Como es sabido, el Gobierno se ha comprometido a reducir el déficit público desde el 8,51% del PIB con que, al parecer, se cerró 2011 (ya veremos después de las elecciones en Andalucía si habrá que revisarlo al alza) hasta el 5´8%, en 2012. El objetivo final impuesto por la UEM es reducirlo aun más, hasta el 3%, en 2013. Si el componente del déficit atribuible a las Comunidades Autónomas se estima en los dos tercios de la brecha presupuestaria total, resulta evidente que es ahí donde ha de realizarse el grueso del ajuste. Partiendo de las estimaciones que para este y el próximo ejercicio permite hacer el cuadro macroeconómico, el importe del ajuste a efectuar hasta 2013 deberá ascender a cerca de 59.000 millones de euros, de los cuales 15.000 ya se realizaron el pasado mes de diciembre. ¿Qué ingresos podrán aumentarse y qué gastos reducirse para lograrlo? Un ajuste de esa magnitud, que preserve la igualdad de todos los españoles en el acceso a los servicios esenciales, la equidad en el reparto de las cargas para financiarlos, y la solidaridad entre todos los ciudadanos como imperativos constitucionales irrenunciables, únicamente puede venir de una profunda reforma en la organización del Estado que evite absurdas y onerosas duplicidades y maximice su eficiencia. Porque a estas alturas ya nadie duda de que lo que hace falta no es tanto recortar los gastos del Estado cuanto recortar al Estado mismo. Y esto pasa necesariamente por una revisión a fondo del Estado de las Autonomías, del ingobernable Frankenstein que nos está asfixiando. Amén.

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