TRIBUNA DE LA SOCIEDAD CIVIL DE ESPAÑA

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Las razones de la irracionalidad

Esto se escribe antes de las elecciones del día 21 de diciembre.

El llamado “problema catalán” (el apelativo “problema” aparece de forma casi segura cuando una cuestión se vuelve incomprensible) comienza a configurarse como algo que incluye desde la sinrazón al esperpento, pasando por la mentira pura y dura, la tergiversación y todo tipo de otras menudencias en el amplio campo de la irracionalidad más absoluta.

Hasta para el más optimista (o ciego) queda claro que las elecciones no van a resolver el problema tengan el resultado que tengan. Lo más probable es que lo enconen hasta extremos que no somos capaces de prever, o no queremos hacerlo.

Este tipo de situaciones son un fenómeno que siempre se ha atribuido a la seducción que, sobre la masa, ejercen las acciones creadoras de mitos y de enemigos. Y como tal es bien conocido en las dinámicas sociales y se ancla en lo que ya los griegos llamaban demagogia. La situación en Cataluña sólo es medianamente comprensible si la situamos en el centro mismo de una vorágine demagógica.

Una de las partes más conspicuas de esa demagogia es la que usa como palanca eficaz el pensamiento utópico convenientemente adaptado. Esta adaptación consiste, fundamentalmente, en centrar la utopía soñada en la promesa de un paraíso lejano que exige el paso por un infierno presente. No es una cosa nueva.

Todos los sistemas totalitarios y tiránicos contemporáneos han usado y usan la promesa del paraíso terrenal, colocándolo en un hipotético futuro y explicando que, para llegar a él, habrá que hacer esfuerzos y sacrificios sin cuento que serán, después de conseguido, claro está, suficientemente compensados.

Y como la compensación aparece tan lejana en el tiempo, el vendedor de estas pseudoutopías se cura en salud y dice que, si no lo disfrutan los esforzados protagonistas actuales, ya lo disfrutarán sus hijos (y si no, sus nietos), por los cuales siempre es bueno sacrificarse construyéndoles un futuro mejor.

No es un mal truco y, desde luego, ha tenido un éxito estupendo a lo largo de los siglos y de las culturas.

Pero el caso del separatismo catalán es un ejemplo extraño de esta venta de la utopía. Y lo es porque los mismos promotores de dicha venta se pusieron una fecha de caducidad en el inmediato presente. Predijeron con todo lujo de detalles la arcadia feliz en la que se despertaría la Cataluña independiente y, sin más, la proclamaron.

¿Y qué pasó? Europa no aplaudió, el mundo no se dio por enterado, la potencia extranjera a la que cederían la defensa de la nueva república no compareció (menos mal que tuvieron la precaución de no decir quién era), las empresas de fuera, que harían cola para entrar, se convirtieron en las empresas de dentro que hacían cola para salir, el turismo se asustó, el Estado reaccionó y los catalanes no pudieron viajar y ser acogidos entre vítores y gratis total por todas las naciones del orbe, admiradas por la gesta.

Para un utopista convencional, estoy habría significado el fracaso por desenmascaramiento. Para el catalán independentista sólo ha reforzado sus posiciones y empecinado (aún más) su íntima convicción de que el paraíso prometido está a la vuelta de la esquina.

¿Cómo entender esto? ¿Cómo entender que, no ya los promotores de la idea, sino también varios millones de ciudadanos, no necesariamente tontos ni infantilmente manipulables, persistan en lo que empíricamente han visto que desmienten los hechos?

Unos pensarán que el tema hay que mirarlo ya con el periscopio de la psicopatología. Han entrado en un sistema delirante y, como tal, las posibilidades de que la lógica o la realidad lo erosionen son cero.

Algo hay de esto, pero también está presente otro factor del que no se habla (por aquello de la corrección política) y al que hay que atreverse a poner sobre la mesa: el supremacismo.

El supremacismo, el creerse superiores al resto, el desprecio y desvalorización de los que no son parte del pueblo elegido, es tan viejo como el hombre. Afecta a naciones enteras (algún día habrá que hablar de qué hay detrás del Brexit) y a grupos identitarios de muy diversa índole, pero, en el fondo, siempre desprende un tufillo racista, difícilmente tragable aunque infatigablemente disimulado.

El supremacismo se acompaña indefectiblemente de una cerrazón ante toda realidad que contradiga su base principal: los que nos rodean y no tienen nuestra sangre -¡ah, los apellidos!- son primitivos incultos o incapaces, cuando no degenerados y parásitos, y debemos protegernos de ellos.

Es por esta razón por la que se prefieren inmigrantes débiles a los que poder adoctrinar y, sobre todo, que lleguen sin ninguna sensación de que ya están en su casa por derecho propio. Un subsahariano, por ejemplo en Gerona, siempre se sentirá huésped agradecido por ser acogido y se plegará sin problemas a hablar o a pensar como se le diga; un salmantino puede ser que se considere con derecho a vivir donde y como le dé la gana, incluyendo Cataluña como parte de su país.

Pero hay otras formas de supremacismo más crudo y directo. Una muestra: la prensa digital se hace eco de una reunión con cuatro ponentes y diez asistentes, en la que un ínclito catedrático de Genética de la Universidad Pompeu Fabra dice, entre otras cosas, que España es un país “agrícola y de caza”, en el que la ciencia no puede prosperar nunca, a diferencia de Cataluña.

Y sus cuatro compañeros de mesa, también profesores de universidades catalanas, aprueban e insisten en marcar una falla insalvable con el resto de los científicos españoles. Eso sí, siempre acogedores y magnánimos, insinúan que los que, en esa España rural y cazadora, tengan algo en la cabeza podrán ser acogidos (suponemos que previas las debidas correcciones de sus deficiencias de origen) en una Cataluña que es, como se ve, el único reducto posible, también, para hacer ciencia.

Que Dios nos coja confesados.

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