En la vida de las naciones, como en la de las familias o las empresas, surge de tanto en tanto la necesidad de parar y revisar lo que estamos haciendo. Normalmente, hay algún acontecimiento que nos impulsa a ello, de intensidad suficiente para sacarnos de nuestra rutina.
El proyecto de ley de economía sostenible no era otra cosa que una respuesta a la percepción generalizada en nuestra sociedad de que la dinámica económica en que estábamos metidos era insostenible. El Gobierno presentó esta ley hace dos años y se lanzó como un proyecto estrella de la legislatura: cambiar el modelo productivo. Pero luego ha venido a ser un cajón de sastre en el que se ha metido desde la regulación de Internet (la llamada Ley Sinde) a la prórroga de las centrales nucleares, la rehabilitación de las viviendas, normas de gobierno corporativo y mil cosas más.
Entre todas ellas, sin embargo, hay una que tiene especial interés y es la reforma de las Comisiones Reguladoras (de la energía, de las telecomunicaciones, del mercado de valores, de la competencia, etcétera.), que son una de las claves del buen funcionamiento de nuestra economía.
Leí hace poco tiempo un libro que lleva por título La riqueza y la pobreza de las naciones… y sus gentes, escrito por un gran economista argentino (Enrique Blasco Garma), que se hacía esta pregunta: “¿Por qué hay países ricos y países pobres, con estructura, dimensión, climas, población y recursos idénticos o semejantes unos y otros? Su respuesta era la siguiente: la clave de la riqueza y la prosperidad está en la calidad de las estructuras institucionales, porque son éstas las que determinan las expectativas de las personas y configuran el “espacio vital” en que transcurre su vida…”.
Estas palabras trajeron a mi memoria aquellas otras que escribió hace casi 200 años Alexis de Tocqueville y que yo he recordado más de una vez: “Los vicios (o las virtudes) de un sistema son siempre superiores a la virtud (o a los vicios) de los hombres que lo practican”.
Coste social
Un sistema virtuoso produce buenos frutos aunque los hombres que le practican sean, como todos, viciosos. Y viceversa. Ello es muy cierto en todos los órdenes de la vida, también en el económico y, desde luego, en el político. El gran sembrador de esta idea en nuestros días ha sido Ronald Coase, padre del análisis económico del derecho y del análisis institucional de la economía.
En 1961, publicó su famoso estudio El problema del coste social, por el que sería premiado, 30 años más tarde, con el premio Nobel. Coase puso de manifiesto que cuando, en economía, se pasa de la teoría (él la llama “economía de pizarra”) a la práctica (es decir, la realidad) resulta patente la importancia crucial del sistema legal para el buen funcionamiento de la economía.
Con ello, resucitó algo que ya Adam Smith había señalado: la necesidad de estudiar ese marco jurídico, político, negocial, de ordenación de la empresa y del mercado en el que la economía se mueve. Hoy el mundo occidental se encuentra ante un nuevo desafío, que es la construcción de un derecho público del mercado, de un conjunto de normas imperativas que las empresas –especialmente las cotizadas– deban respetar: normas de auditoría, contables, de información veraz, competencia leal, pago a proveedores, buen gobierno y lealtad de los administradores.
Y con ello llegamos a la cuestión que se planteaba mi amigo, el gran economista argentino: “La clave de la riqueza de las naciones es lo que yo he llamado alguna vez la “civilidad”, es decir, ese conjunto de normas de conducta, procedimientos, leyes y códigos, estándares de comportamiento, que hace que una sociedad funcione aceptablemente y con regularidad. Ese conjunto de instrucciones inmersas en la conciencia, en la conducta de las gentes, hace que los comportamientos se tornen previsibles, que la seguridad de las operaciones y de los negocios se fortalezca y que las inversiones crezcan y se consoliden en el largo plazo.
El buen ciudadano puede y debe confiar en las personas, creer en las instituciones y temer a los gobernantes. Tal es la clave del buen orden público económico. Por el contrario, el desorden, la incertidumbre, la ignorancia, la falta de información, el avasallamiento, la invasión de los derechos, son causas determinantes, inexorables, de pobreza.
Todo ello es especialmente verdad en los sectores que llamamos “regulados”, como la energía, el transporte, los bancos, las telecomunicaciones, el agua, los seguros o el suelo urbano, sectores sobre los que actúan las Comisiones Reguladoras. Son una especie singular de poder cuasijudicial, al que se aplican plenamente aquellas palabras de Adam Smith, cuando escribió: “Si el poder judicial está unido al poder ejecutivo, es casi imposible que la justicia no resulte sistemáticamente sacrificada en aras de lo que vulgarmente se denomina la política.