Desde la década de 1970, el Estado del bienestar sueco es mundialmente conocido por su generosidad, especialmente con las familias con hijos, pero a menudo se malinterpreta. Se suele presentar como un sistema de pagador único en el que los ricos financian los servicios públicos y las ayudas a la renta del resto. Sin embargo, la mayor parte de la redistribución en Suecia tiene lugar a lo largo del ciclo vital del individuo. Las personas pagan impuestos durante su vida laboral y reciben prestaciones y servicios cuando son jóvenes, viejos o están enfermos. A veces, sin embargo, los programas de transferencias han llegado a ser tan generosos que han puesto en peligro tanto la participación laboral como la estabilidad fiscal, y han tenido que reducirse.
La mayoría de los servicios se administran a nivel municipal o regional y se financian, en su mayor parte, mediante impuestos locales sobre la renta. A diferencia de la mayoría de los países europeos, el seguro de desempleo no es obligatorio y las pensiones de vejez se han reformado, pasando de un sistema de prestaciones definidas a otro de cotizaciones definidas.
El sistema de pensiones también incluye cuentas individuales, en las que los suecos invierten en fondos de su elección y reciben prestaciones en función del rendimiento de sus inversiones individuales. Los sistemas de vales y las leyes de libertad de elección han establecido el derecho de las personas a elegir entre diferentes proveedores de servicios de cuidado de ancianos, atención sanitaria, preescolar y educación, con el fin de fomentar la elección individual, la innovación, la eficiencia y la disponibilidad.
Con estas reformas innovadoras, Suecia está probando hasta dónde puede llegar un país para fomentar el espíritu empresarial y la competencia dentro de un Estado del bienestar financiado con impuestos. El resultado es una combinación que a veces se ha descrito como un «experimento neoliberal».