La prensa diaria ha reflejado una insólita discusión en la red acerca de la estrategia que el heterogéneo conglomerado de Podemos considera la mejor para, como se dice castizamente, alzarse con el santo y la limosna.
Entre el más melifluo Íñigo Errejón y la violencia, apenas contenida, del carácter de Pablo Iglesias, nuestros queridos compatriotas hablan sin cortarse un pelo de la utilidad de producir miedo y de la rentabilidad electoral y política que se puede obtener mediante tan clásicos y acreditados medios.
Y aunque no llegan a un acuerdo (Errejón postula las buenas maneras y el uso del “no asustar” mientras que Iglesias prefiere el abrupto estilo de la confrontación y el ataque) lo mas interesante de la polémica no está en la postura de estos dos genios de la política “nueva” sino en las reacciones de sus conmilitones.
Tras congratularse de que “a los poderosos ya les damos miedo”, un nuevo tuit aclara una interesante cuestión. Y dice que “Seducir es ternura con los de abajo y dientes afilados con los de arriba”, formulación encantadoramente sugerente si no fuera porque al lector le queda flotando una dolorosa y estremecedora duda: ¿quién decide quién está “abajo” y quién está “arriba”?, duda que se acrecienta cuando otro contertulio apostilla que “David no venció a Goliat haciéndose el simpático. Implacables en el combate, generosos en la victoria”.
A estas alturas, el lector comienza a marearse y, por ingenuo que sea, no puede dejar de preguntarse en qué zona estará él y qué baremos usarán estos justicieros para clasificarlo. Para aliviarse, piensa que el no ser rico ya le excusa (inmediatamente le surge la terrible pregunta de si no será rico sin saberlo: cobra un sueldo, tiene piso propio y un apartamento en la playa). Pero al instante le asalta el temor (pues de temores hablan) que sea la adhesión inquebrantable y el silencio sumiso lo único que le pueda salvar de los “dientes afilados” y de los “combates implacables”.
No sabemos si los poderosos ya tiemblan de miedo. Al resto se nos está secando la boca, palpitando el corazón y sintiendo hormigueos por las piernas, por si acaso.
No les quepa duda: a los que así se expresan se les puede achacar todo lo que ustedes quieran, mis querido amigos, pero nunca se les podrá acusar de no ser transparentes en sus intenciones y en sus propósitos.
Ante semejante panorama quizá sea bueno recordar (y recordarnos) el dicho clásico: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.