TRIBUNA DE LA SOCIEDAD CIVIL DE ESPAÑA

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Recordando lo evidente

Todo momento en la vida de una sociedad tiene una dimensión histórica y una dimensión meramente circunstancial o social. La dimensión histórica la da el hecho de que cada uno de esos momentos forma irremisiblemente parte de la cadena de hechos que constituye nuestra historia. Se engarza con nuestro pasado y prepara nuestro futuro. La dimensión circunstancial la da la manera como el cuerpo social vive el momento y los valores que se generan, se modifican, se promocionan o desaparecen en dicho momento.

En España, la Transición construyó un modelo de convivencia que ha ido sufriendo el embate de las circunstancias y que, como consecuencia de la erosión sufrida en su materialización (más que en sus fundamentos o principios), ha despertado serias y bien fundadas críticas. Pero generalmente se obvia un aspecto que, sin embargo, es básico, en la medida en que constituye el trasfondo en el que se genera toda desviación y también toda posibilidad de regeneración de un sistema. Este aspecto es la idea que la ciudadanía tiene de lo que es ético y de lo que no lo es. De lo que es admisible y de lo que no lo es. De lo que es tolerable y de lo que no lo es, es decir, de los valores que se supone son imprescindibles en tanto que sobre ellos se puede fundamentar una convivencia digna de tal nombre.

Éstas no son consideraciones teóricas o que se mueven en el terreno de las ideas abstractas, sino aspectos que se concretan e influyen en la vida cotidiana de cada uno de nosotros. Aspectos que nos hacen estar de acuerdo o no con lo que se hace y se dice, tanto por los poderes públicos (que son las personas y las instituciones que nos damos mediante el voto a nosotros mismos para que nos gobiernen) como en los medios de comunicación (que no controlamos, pero que leemos y vemos y que se deben a nosotros) o en los partidos políticos (que son la manera como nos organizamos para administrar el poder).

Es evidente que no todo el mundo va a estar de acuerdo con las distintas opciones que en estas instituciones se dan. No todos estarán de acuerdo con tal o cual gobierno, participarán de la opinión de tal o cual medio o se identificarán o no con tal o cual partido político. Pero, precisamente por eso, se establece el juego democrático de las mayorías y las minorías, en el que las mayorías, al ganar, han de tener en su actitud y en su proceder el respeto que se debe a la minoría vencida. Y ese juego de ganar o perder y pasar a la oposición, que es, por su propia naturaleza, dinámico y natural, es la garantía de que nadie se instalará en el poder mas allá de lo que quiera el pueblo que le vota. Es la garantía contra las dictaduras y las tiranías, se vistan como se vistan y se llamen como se llamen.

Por eso, todo parece indicar que podremos encontrar un mínimo común deseable por todos los ciudadanos en la relación de éstos con sus instituciones sociales y con el resto de los que comparten una nación. Nadie quiere la tiranía para él y para los suyos, ni la corrupción, ni la mentira, ni el abuso, ni la falta de respeto, ni la violencia, ni la arbitrariedad. Y si no los quiere para él y los suyos, en buena lógica tampoco debiera quererlos para los demás.

Y en ese simple y repetido pensamiento que tantas veces hemos oído puede basarse lo que sería un programa básico para fundamentar lo que siempre necesita un país y una sociedad: un continuo y dinámico rearme moral.

Pero a veces no es todo tan diáfano. Hay ocasiones en las que algunos, desgraciadamente, piensan que lo que ellos quieren para sí y para los suyos pueden negárselo a los demás. Y se lanzan con entusiasmo a aplicar la ley del embudo. O al menos lo pretenden. Es entonces cuando se producen situaciones que no pueden por menos que desconcertar a los que, de buena fe, pensaban que lo que se ha dicho es lo que se va a hacer. Que los hechos van a acompañar a las declaraciones. Y más si esas declaraciones se han proclamado desde una pretendida superioridad ética, exhibida tan profusamente como escamoteada cuando llega el momento de la verdad.

Claro está que todo esto se suele adobar con infinitos y más o menos alambicados razonamientos. Distinciones que harían palidecer de envidia al más avezado de los expertos en casuística moral. Nuestros nuevos políticos parecen, a veces, viejos sofistas.

Aunque la realidad sea más simple y más amenazadora: pocos parecen estimar que la congruencia entre lo predicado y lo realizado sea un valor a tener en cuenta. Pocos parecen estimar que el uso de la doble vara de medir sea algo reprobable. Todo lo más lo consideran una señal de astucia e inteligencia que nos dice lo listos que somos nosotros frente a lo tontos que son los que se lo creen.

Ya lo dijo alguien: las promesas están para incumplirlas.

Y así nos va.

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