Nuestro origen democrático reciente nace con la Constitución del 78, redactada y aprobada con un gran espíritu de consenso por políticos, en buena parte no profesionales, que a toda costa querían evitar la repetición de situaciones dramáticas, y refrendada por un pueblo desconocedor en su mayoría de lo que la Constitución suponía en muchos aspectos, pero al mismo tiempo ansioso de crear una barrera a cualquier intento de regresión al pasado.
La Constitución hecha con prisa y en busca del máximo consenso tenía que ser, como efectivamente lo fue, en ocasiones confusa, cuando no contradictoria, y se aprobó por una inmensa mayoría porque había que tener una Constitución democrática cuanto antes. Baste recordar el ambiente de aquellos años para entenderlo y basten también esas prisas en su redacción para entender por qué ha generado comentarios diametralmente opuestos sobre alguno de sus artículos hechos incluso por sus padres y redactores.
Con el paso de los años, el espíritu de consenso se fue debilitando a la par que el temor a una posible involución desaparecía. Nuestra incorporación a la Unión Europea, que proporcionó ayudas cuantiosas que cambiaron nuestras infraestructuras, los salarios bajos de entonces y un gran mercado en claro desarrollo que favorecieron un aluvión de inversiones extranjeras, la privatización de un importante patrimonio público que ayudó a reducir sustancialmente nuestro endeudamiento, y un turismo extraordinariamente competitivo, constituyeron en su conjunto un entorno extraordinariamente favorable para unos años de espectacular desarrollo económico.
Al amparo de esa nueva situación y de las notables carencias de nuestra Constitución, la clase política, que se ha profesionalizado extraordinariamente desde entonces, se va haciendo dueña absoluta de la situación ante una ciudadanía que ve impotente cómo los que gobiernan, entiéndase bien no sólo el Gobierno, se van haciendo con el control de casi todas las instituciones. Se multiplican por cinco o más los funcionarios, partidos políticos y sindicatos reciben ingentes cantidades de dinero del Estado, el consenso se manifiesta especialmente cuando se trata de conseguir beneficios, privilegios y prebendas para los que pactan, el oscurantismo y la falta de transparencia en las cuentas públicas es más que notable, el mercadeo de votos en el Parlamento tiene lugar sin el menor recato, las administraciones actúan en general con una gran falta de austeridad y de responsabilidad en los aspectos económicos, etc.
Podría decirse que la clase gobernante ha expropiado el poder al pueblo y a éste sólo le queda votar a los que le proponen los “aparatos” de los partidos cada cuatro años. Resulta punto menos que imposible, dada la falta de transparencia y la confusión de muchas cuentas públicas, exigir responsabilidades. Son muy pocos los políticos que abandonan la política y pocos los que pueden incorporarse a la misma dado el claro espíritu defensivo y excluyente de los que ya están dentro.
No basta obviamente con establecer unos días al año una política de puertas abiertas para enseñar la casa. Es preciso establecer con urgencia un flujo fluido entre políticos y gobernantes, de una parte, y sociedad civil y gobernados, por otra.
Si el poder soberano radica en el pueblo es necesario que la sociedad civil se vertebre para manifestarse como tal y los gobernantes estén permanentemente atentos y sean extremadamente respetuosos con sus opiniones. La expropiación cuasi total del poder soberano del pueblo por la clase gobernante y el abuso de ésta con ejemplos frecuentes de corrupción y desvergüenza política son, sin duda, la mejor receta para desprestigiar la democracia.
Para que las cosas cambien hay que enmendar la Constitución sin poner en riesgo su vigencia y modificar algunas Leyes Orgánicas que la desarrollan dando más protagonismo al ciudadano, más independencia y calidad a las instituciones y nueva cohesión a la nación para que sea capaz de encontrarse a sí misma. No sólo los partidos políticos tienen que ostentar el poder, también ciertas instituciones, Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas, agencias, comisiones, etc., tienen que ostentarlo con calidad y, sobre todo, con independencia, uniendo a todos los ciudadanos en un proyecto común.
No nos podemos permitir una organización del Estado tan extraordinariamente cara como la que estamos montando, y ello nos obliga a hacer una reflexión profunda en busca del bienestar del ciudadano y de la mejor asignación de recursos para aumentarlo. El incremento extraordinario de nuestra burocracia, enfermedad por desgracia compartida por nuestros socios europeos, lleva camino de asfixiar a una sociedad civil que se debate impotente ante un aluvión de medidas, leyes y reglamentos cada vez más intervencionistas y peor redactados. Sin embargo, según nuestro actual ordenamiento jurídico, los protagonistas de ese cambio tienen que ser precisamente los que ostentan el poder político y, aunque el deseo de cambio sea un clamor general en la ciudadanía, es más que dudoso que los mismos que se han beneficiado claramente de la evolución de la situación sean capaces de limitar su poder en beneficio de la sociedad a laque deben representar. Es hora de pensar en el futuro de nuestra Nación y anteponerlo, no de palabra, sino con hechos, a cualquier tipo de interés personal o partidista. No necesitamos una transición felizmente culminada hace ya muchos años. Necesitamos un cambio profundo que regenere nuestra democracia y nuestra vida social, política y económica, y para eso, con algunas enmiendas y modificaciones, basta y sobra. Lo que desgraciadamente falta es voluntad política de servicio al país. Las nuevas tecnologías de la información anuncian sin duda un cambio profundo de nuestra sociedad. Es el momento de aprovecharlo para hacerlo bien y enmendar los errores.