Escribo esta reflexión la mañana del día en que se consumará el golpe de estado jurídico-administrativo-callejero que le propinará a España el presidente de la Generalidad de Cataluña, tras un largo “procès” de deslealtad calculada. Viendo lo del domingo en Barcelona, no pude dejar de sentir una cierta melancolía, que en los dos días que han transcurrido y a la vista de lo que presumiblemente ocurrirá esta tarde en el Parlamento de Cataluña, se ha acrecentado extraordinariamente.
Durante la espléndida manifestación de Barcelona del domingo 8 de octubre, cuando veía fluir aquella masa de españoles, catalanes o no, desbordando los márgenes de la vía Layetana camino del parque de la Ciudadela, no podía dejar de pensar en las consecuencias que todo aquello podría tener, sobre todo tras el Discurso del Rey, que fue un verdadero revulsivo que nos sacó a muchos españoles del estupor, la tristeza y la perplejidad en que nos había sumido la jornada del día 1. Y pensé que el riesgo era que todo aquello podría terminar, en el mejor de los casos, en una victoria pírrica, teniendo en cuenta al saltador de pértiga. Hoy martes, y ojalá me equivoque, creo que ese riesgo es plenamente real.
Yendo por partes, y para explicar el título de esta reflexión, en el año 280 antes de Cristo los tarentinos llamaron a un aventurero griego, Pirro, Rey de Epiro, a que les ayudara a combatir contra la República Romana.
Pirro, un aventurero macedonio, se presentó en el sur de Italia con un ejército que incluyó por primera vez elefantes traídos de la India, precediendo pues a Aníbal en el uso de estos animales. En un plazo de cinco años se enfrentó a los generales romanos y los derrotó sucesivamente en Heraclea y Apulia (Ásculum) y finalmente, tras volver de Sicilia, fue derrotado en Benevento, siempre a costa de grandes pérdidas, regresando a Grecia en el año 275 y muriendo allí más tarde.
Tras la batalla de Apulia, en que se produjo un elevado número de bajas en ambos ejércitos enfrentados, el de Pirro quedó tan maltrecho que él mismo comentó que, como volvieran a enfrentarse y derrotar a los romanos, su ejército desaparecería. Desde entonces, una victoria cuyo coste es superior al beneficio que produce es conocida como una “victoria pírrica”.
La referencia al Saltador de pértiga alude a aquel atleta que en la fase final de unos Juegos Olímpicos renuncia a saltar las alturas intermedias en que van siendo eliminados sus contrincantes, a cambio de saltar la altura que le dará derecho a la medalla de oro, digamos 6,20 metros, y después, de disfrutar de las bien ganadas rentas de todo orden derivadas de su gesta.
La victoria sobre la inmensa deslealtad institucional de las autoridades catalanas y sobre su zafio intento de desarticular España, que es de lo que en el fondo se trata, que podría haberse ganado apoyándose en el Discurso del Rey, en las muchas manifestaciones habidas el sábado pasado, de españoles que se niegan a dejar de serlo, y sobre todo, en el grito unánime del millón de personas que salieron a la calle el domingo en Barcelona, corre el muy grave riesgo de convertirse en una victoria pírrica porque el Saltador de pértiga sigue renunciando a personarse en la competición, como ya lo hizo en fase eliminatoria, en la que a lo mejor no hubiera necesitado tanta altura para ganar la prueba, lo mismo que en las semifinales, cuando la altura ya empezaba a ser incómoda y el riesgo de fallo era alto, y piensa que lo suyo es competir en las finales, sobre una altura de 6,20 metros con una sola oportunidad de saltar esa altura y, con ello, de conjurar el peligro en que se encuentra un país (España) que literalmente puede en términos materiales y sentimentales dejar de serlo.
A estas alturas, me da que la victoria, si llega, no puede ser más que pírrica. Es decir, que tendrá un coste muy superior al territorio moral que los ciudadanos españoles tenemos todo el derecho de recuperar, que es la preservación de la unidad de España y de la convivencia razonable dentro de ella, así como la derrota sin paliativos del separatismo como última ratio de una política que deja de serlo para convertirse, de acuerdo con Von Clausewitz, en guerra. Ello no quiere decir en absoluto que los separatistas no puedan ejercer democráticamente su derecho a perseguir sus propios fines y a asociarse para ello. Quiere decir simplemente que tienen que percibir en su propia fibra el coste de todo orden que representa apretar, como ellos han hecho en esta ocasión, el “botón nuclear” de ruptura de la unidad y de la convivencia.
Y es que, al Saltador de pértiga, saltar 6,20 se le va a hacer prácticamente imposible. Lo más que cabría es negociar la suspensión de la prueba de salto, sin impugnaciones de las faltas cometidas por el contrincante mientras se elevaba el listón, ni eliminaciones –deportivas, por supuesto- por incomparecencia del Saltador, o bien su aplazamiento para cuando deje de llover o para cuando las condiciones del estadio lo permitan. En términos de rugby, “una patada a seguir”.
Uno tiene la impresión de que a estos ‘atletas’ de la política, lo único que parece importarles de verdad es el juicio de otros ‘atletas’ y de los ‘comentaristas’ que les siguen todos los días, y no el de los muchos ciudadanos con los que se llenan la boca, que son los que llenan el estadio, que han pagado su entrada y que tienen todo el derecho a que los mejores ganen la prueba, por dura que sea. No en vano el lema olímpico es ‘citius, altius, fortius’, es decir, más rápido, más alto, más fuerte.