Efectivamente, cuatro presidentes americanos (Lincoln , Garfield, McKinley y Kennedy) han sido asesinados, bastantes más han sufrido atentados, y la violencia letal no ha perdonado a cargos menores como gobernadores, miembros del congreso, jueces o alcaldes. A esto se une el estímulo de la enmienda II a la Constitución americana, interpretada en junio de 2010 por el Tribunal Supremo federal como depositaria de un verdadero derecho individual de los ciudadanos – no simplemente de las organizaciones militares – “a tener y portar armas para su defensa personal”.Así las cosas, un observador no informado podría ver la política norteamericana como un circo de cuatro pistas, desde donde unos a otros se intercambian disparos y bombas, mientras que, desde una quinta pista, actúan los incitadores de la violencia (conspiradores).
“Admitámoslo, el único deporte verdaderamente violento en Estados Unidos es la política de altos vuelos. En ella se mezcla el dramatismo, la violencia, y la agresividad”. Estas palabras de Hunter S. Thompson, un periodista brillante, pero inquieto y caótico , que acabó suicidándose, se han convertido en clásicas cuando se abordan sucesos de violencia política, como el de ayer en Arizona.
Efectivamente, cuatro presidentes americanos (Lincoln , Garfield, McKinley y Kennedy) han sido asesinados, bastantes más han sufrido atentados, y la violencia letal no ha perdonado a cargos menores como gobernadores, miembros del congreso, jueces o alcaldes. A esto se une el estímulo de la enmienda II a la Constitución americana, interpretada en junio de 2010 por el Tribunal Supremo federal como depositaria de un verdadero derecho individual de los ciudadanos – no simplemente de las organizaciones militares – “a tener y portar armas para su defensa personal”. Así las cosas, un observador no informado podría ver la política norteamericana como un circo de cuatro pistas, desde donde unos a otros se intercambian disparos y bombas, mientras que, desde una quinta pista, actúan los incitadores de la violencia (conspiradores).
Ciertamente, el origen de la democracia americana hay que ponerla en dos hechos violentos, que explican la dureza de la vida política estadounidense la guerra de la independencia contra los ingleses y la guerra fratricida de la secesión. Pero también bastantes democracias actuales (comenzando por Francia) nacieron en medio de llamaradas de violencia. Digamos más bien que toda lucha por el poder desata una serie de pasiones que, bien encauzadas, contribuyen al servicio público, pero que –cuando se vuelven locas – convierten el habitat político en una caja de truenos. Recuérdense los infortunios que se desataron en 1968: el 4 de abril fue asesinado el líder del movimiento por los derechos civiles, Martin Luther King; el 6 de junio murió en un atentado el ministro de Justicia Robert Kennedy, el 28 de agosto, con ocasión de la convención del Partido Demócrata, se desencadenan graves disturbios en Chicago, y el ambiente en las universidades con motivo de Vietnam fue calificado por Henry Kissinger de «orgía nihilista».
Una cosa es la violencia que esporádicamente estalla en los aledaños de la política norteamericana y otra interpretarla en el marco de las conspiraciones. Cuando uno recorre las web de la Red (desde Twitter a Facebook, pasando por los digitales) la impresión que da es que la violencia desatada por Jared Lee Loughner- el joven blanco que ha disparado contra la congresista Gabrielle Giffords- trae su causa en los mensajes de grupos más o menos radicalizados. Con todas las necesarias cautelas que exige la cercanía del acto violento, el ambiente me recuerda algo las leyendas en torno al asesino de John Kennedy (Lee Oswald), al de su hermano Robert (Sirhan B. Sirhan) o al autor del primer atentado contra Reagan ( John Hinckley )
La verdad es que – como demostró el informe Warren- Oswald actuó semienajenado, para demostrar su virilidad a su esposa, sin conexiones cubanas, de las grandes petroleras o del ambiente de la propia Texas. El asesinato de Robert Kennedy cuando tenía muy cerca la Casa Blanca, disparó todo tipo de conspiraciones, entre ellas que su asesino había sido hipnotizado por la CIA. La correspondiente comisión demostró que, las aventuradas tesis de los “conspiranoicos” –como les llaman algunos analistas-, no se sostenían, y Shirhan Sirhan (que por cierto sigue en la cárcel), no tanto era un zoombie teledirigido como más bien un psicomaníaco. Por no hablar del atentado de John Hinckley jr contra Ronald Reagan, que inicialmente se vio como una conspiración, hasta que se demostró que el autor de los disparos lo hizo para impresionar a la actriz Jodie Foster de la que estaba enamorado.
La violencia, desde luego, puede ser consecuencia de un ambiente políticamente enrarecido, pero en este caso – observando el “currículo” del asesino, cuyas peculiaridades son más que llamativas – todo parece apuntar a un psicótico bien armado, que una vez más pone en cuestión la extraña interpretación permisiva que, en materia de armas, se está haciendo a la Constitución americana.
Rafael Navarro-Valls, es catedrático de la UCM y autor del libro “Entre la Casa Blanca y el Vaticano”