Es un hecho que, desgraciadamente, a estas alturas no necesita justificación, que no hay día en el que nuestros medios de comunicación, particularmente la prensa escrita, no dedique buena parte de su información a la corrupción, especialmente en lo referente a nuestra clase política. En torno a la corrupción, sin embargo, hay algunos conceptos que conviene aclarar: corruptor es el que corrompe y corrupto el que se deja corromper.
Esta simple afirmación, corroborada en la última edición del Diccionario de la RAE, abre el camino a la consideración de las distintas categorías de corruptores y corruptos, así como también, lo que no deja de ser muy importante, a la distinta responsabilidad de los, de una u otra forma, protagonistas de este estado de corrupción que nos está causando tantos problemas y en el que parece haber unanimidad en torno a la necesidad de, por lo menos, reducirlo de una manera drástica.
Fijándonos simplemente en su origen, es decir, de alguna manera en la observación de quién es el motor de la corrupción en cada caso concreto, podríamos llamar corruptores activos a los que, con su actitud, promueven la corrupción, y corruptos pasivos, a aquellos que, al recibir las propuestas de los corruptores activos, se pliegan a las mismas.
Los corruptores activos pueden ser ocasionales, aquellos que en alguna situación, y de forma ocasional y esporádica, pretenden beneficiarse proponiendo una acción que podría entrañar la corrupción de quien recibe la proposición; o sistemáticos, aquellos que, de una forma organizada y a conciencia, promueven un sistema corrupto que ofrece a los que intentan realizar determinados trabajos o prestaciones la posibilidad de conseguirlos en condiciones preferentes si aceptan las condiciones establecidas por el sistema.
Es preciso señalar que el mundo de la corrupción es extraordinariamente complejo, y mucho más si se pretende ver, desde un punto de vista legal y judicial, aspectos que requieren la existencia de pruebas concluyentes para poder condenar estas actitudes.
Sin remontarnos a épocas muy lejanas, hay multitud de ejemplos que ponen de manifiesto la dificultad de la prueba en este tipo de procesos en los que, en muchas ocasiones, particularmente los corruptores se van “de rositas”.
La corrupción ocasional suele ser más fácil de probar, porque si la experiencia es, como se decía en la milicia, un grado, un corruptor ocasional suele ser un novato, y ya se sabe que los novatos suelen cometer muchos errores, y por eso precisamente es muchas veces la que más fácilmente se detecta y la que en más ocasiones se condena.
Por el contrario, la corrupción sistemática responde al trabajo de personas y organizaciones sobradamente preparadas y que, en consecuencia, establecen sistemas difícilmente detectables y de casi imposible demostración objetiva a través de pruebas concluyentes en la mayoría de los casos.
Por otra parte, cuesta saber en muchas ocasiones quién es el corruptor activo y quién es el pasivo, pues ocurre con frecuencia que ambos coinciden en sus propósitos y establecen de facto una relación que les permite actuar conjuntamente y de mutuo acuerdo en sus corruptelas.
Lo que sí podemos afirmar sin lugar a dudas es que no hay corrupción si no hay un corrupto que se deja corromper y un corruptor que le propone corromperse, o, en el peor de los casos, dos corruptos que se ponen de acuerdo.
Sin embargo, en las referencias que se hacen permanentemente en los medios de comunicación y en las actuaciones de los tribunales, los corruptores, es decir, los que proponen la corrupción, no tienen habitualmente el protagonismo que realmente merecen, apareciendo la Administración y en particular los políticos como un conjunto de personas que sistemáticamente han puesto en marcha un modus operandi que entraña una forma notable de corrupción y que, aparentemente, obliga al que necesita algo fundamental para mantener su actividad a plegarse y aceptar el sistema, porque, si no lo hace, se le margina, y esa marginación puede causarle un gravísimo problema.
Es precisamente este argumento, utilizado por los que se suman a la corrupción y la hacen posible con su actitud en lugar de combatirla, la cuestión que está en el origen del problema y que muchas veces se pasa por alto. Si no hubiera personas o entidades dispuestas a atender a aquellos que proponen fórmulas corruptas, o lo que es peor, a proponerlas, sería imposible que hubiera corrupción; de ahí la importancia de castigar al corruptor activo o pasivo, porque tanto delinque a nuestro juicio uno como otro.
No es de recibo tratar de justificar que una empresa hace importantes donaciones a los partidos políticos enmascaradas en las formas más diversas, sin obtener nada a cambio. Este argumento, utilizado con frecuencia, es moral y éticamente inadmisible.
La complejidad de este mundo a la par tan sucio y tan sofisticado recomienda establecer mecanismos legales que faciliten la denuncia con todas las garantías necesarias, pero sin olvidar que facilitar el descubrimiento de una corrupción supone evitar un notable perjuicio al Estado o recuperar lo perdido por éste, y una muy positiva contribución a la mejora global de nuestra sociedad.
La profusión de corrupciones, y la forma en que en muchos casos éstas se producen, recomiendan no sólo acabar con la pretendida justificación de que hay que corromper porque, si no, no se subsiste o progresa, sino llamar sin reparos corrupción a lo que los corruptos quieren llamar amistad o agradecimiento. ¿Por qué, por ejemplo, hay que hacer regalos a los políticos si lo que tienen que hacer es servir con honradez y justicia?
Nuestro país está lleno de pícaros Sanchos, y hay muchos que utilizan la apariencia de Quijotes para encubrir actuaciones mucho más propias de Sancho, evitando la denuncia de situaciones escandalosas y tremendamente dañinas para el conjunto de la sociedad.
Es preciso señalar una vez más que la mejor manera de combatir la corrupción es arbitrar los medios precisos para que nuestra sociedad recupere unos principios éticos y morales que a lo largo de los últimos años han sufrido un deterioro muy notable.
De poco servirán leyes y reglamentos, y más en un país como el nuestro, tan poco respetuoso con la legalidad, si no se ataca con decisión un rearme ético y moral a todas luces urgente e imprescindible.