No es este el momento de hacer un análisis de las causas que llevaron a la Argentina a la crítica situación por la que atravesó en los años 2000 y 2001, en los que los escritos acusatorios contra las empresas privatizadas se produjeron. El caso es que un profundo malestar social se abatió sobre la Argentina en 2001 y dio lugar a manifestaciones y protestas extremas. Nadie se entendía cómo se había podido llegar a esa situación, después de que en los últimos años (1990-1995) se habían realizado masivas inversiones en el país (de más de cien mil millones de dólares). La gente, los medios, las tertulias radiofónicas, buscaban culpables (¿quién se ha llevado el dinero?) y en este estado de cosas era fácil desencadenar un proceso revisionista de lo hecho hasta entonces, en particular de los procesos de privatización de los grandes sectores económicos como la energía –petróleo, gas, electricidad- las infraestructuras y empresas de transporte (autopistas, ferrocarriles, aerolíneas y aeropuertos), el agua, las telecomunicaciones. La pregunta era: ¿dónde han ido a parar los grandes beneficios de las privatizaciones?. En este clima y en este estado de opinión, bastante generalizado, llegan los Kirchner al poder y se ven envueltos en este deseo revisionista de todo lo hecho por el “menemismo” (los gobiernos de Carlos Menem, que habían impulsado las privatizaciones).
Las empresas privatizadas, muchas de ellas en manos de grupos españoles, debieron en aquel momento reaccionar, antes de que ese malestar social profundo en relación a las privatizaciones y al proceso de liberalización de agravase aún más y se convirtiese en un sentimiento generalizado frente al nuevo “colonialismo español” que volvía a desangrar a América. Había que explicar lo hecho, dar datos y comparar los servicios existentes en el país antes y después de las privatizaciones: si no se hacía nada, los costos serían demasiado altos para las empresas, pues éstas podrían ser sin duda las primeras víctimas de ese descontento.
Escribí por entonces un papel que titulé: “Presencia y futuro de las empresas españolas en Latinoamérica” (octubre de 2004) que hice llegar algunas personas en España. En él se hacía una evaluación de la situación en que se encontraban y los riesgos que pesaban sobre los grandes servicios públicos privatizados, en Argentina y en otros países iberoamericanos, de los que eran titulares empresas españolas (Repsol, Gas Natural, Endesa, Telefónica, Aguas de Barcelona, Red Eléctrica de España, con presencia todas ellas en varios países). También sobre los bancos (BBVA y Santander) ampliamente implantados en la región. Por razones profesionales, yo había prestado servicios a algunas de ellas y había tenido la oportunidad de analizar su actuación a través de variados cauces. Conocía bastante bien la realidad y en aquel escrito se exponían los siguientes puntos:
1) Se está extendiendo, en Argentina y en otros países, una peligrosa conciencia revisionista de los procesos liberalizados y privatizadores; la imagen de las empresas españolas en estos países resulta en muchos casos muy negativa; este revisionismo tenía ya entonces (2004) manifestaciones claras en varios países. Había síntomas claros del resurgimiento de la ideología intervencionistas, estatalizadora, ante el “fracaso” de los procesos liberalizadores.
2) Resultaba necesario contrapesar de alguna forma la ideología que alimenta el revisionismo, pues será gravemente lesiva para empresas especialmente dependientes del entorno político. La ordenación político-administrativa no es tarea que corresponda a las empresas, ciertamente, pero éstas deben estar siempre pendiente de ella y contribuir a un correcto planteamiento de estas cuestiones ya qe les va en ello la vida. Había que hacer llegar a las autoridades y funcionarios, a políticos y creadores de opinión, a las Universidades y foros académicos y profesionales, los criterios internacionalmente aceptados en material de regulación y gestión de servicios públicos. También hacer llegar a los ciudadanos en general las muchas ventajas sociales y económicas que han favorecido al país con la entrada del capital y gestión extranjeros. Toda empresa de servicios públicos tiene que dar razón de sí misma, informar a la comunidad a la que sirve, acreditar su sensibilidad social y el esfuerzo que realiza para satisfacer las necesidades de la población. Esto es lo que ahora se llama “inteligencia competitiva”, que ha sido una grave deficiencia en la política de comunicación de las compañías.
3) Para cambiar ese estado de opinión se exigía una respuesta bien argumentada, políticamente inteligente, que desvelase el engaño (o al menos el error) de los estudios anteriormente citados, plagados de medias verdades. Las empresas no prestaron atención a ese frente político-regulatorio y de comunicación social que explicase la realidad de las cosas. La respuesta nunca llegó.
4) Quien piense que cuanto queda dicho es una tarea que cabe confiar al Gobierno del país de origen o a sus Embajadas está muy equivocado. También lo está quien quiera derivar este esfuerzo a instituciones oficiales o a los organismos de cooperación internacional (FMI, Banco Mundial o BID), que sin duda pueden ayudar, pero a los que se mira hoy en Iberoamérica con gran desconfianza. La responsabilidad –y el interés- recae en las empresas. Es hoy algo evidente que el debate regulatorio, profesional y académico no les es ajeno. Ciertamente, éste no venía siendo el entorno habitual de las decisiones empresariales, pero tampoco lo era el mundo ecológico o ambiental o las exigencias de responsabilidad social que hoy se les pide y que nuestras mejores empresas están integrando progresivamente en su proceso de toma de decisiones.
Hasta aquí las ideas desarrolladas en aquel papel de 2004. Hoy la situación no ha cambiado mucho en Iberoamérica; hay países que son de fiar y otros que no lo son. Y la inversión extranjera refleja esta realidad. En torno al 80% de la inversión directa que se recibe en América latina (153.448 millones de dólares en el último año) va a cuatro países: Brasil, (el 43,8% de ella) Chile, México y Colombia (el presidente Santos acaba de decir: “Nosotros no expropiamos”). Pero en toda América, incluidos estos países, está emergiendo a la vez, en el ámbito político y en el académico, la idea de que en los sectores estratégicos la presencia del Estado puede y debe continuar en forma empresarial, y de que las recomendaciones del Banco Mundial de los años 80 y 90 no eran otra cosa que una mera cobertura del gran capitalismo internacional.
Ignorar la opinión existente en Iberoamérica que ha quedado expuesta no conduce a nada. Tachar sus argumentos de sesgados o interesados, sin aportar otros, resulta inútil. Contestar con campañas de “publicidad” o de “imagen” es eludir el problema de fondo. Intentar que el Gobierno responda con “sanciones” a la Argentina o a Bolivia es un error y no puedo ahora explicar por qué. Hay que jugar en el terreno en que está abierto el desafío: en el de las ideas y la política que resulta más conveniente para unos y para otros. No se trata aquí de buscar culpables, ni de llevar sobre la leche derramada. Pero ocurre que en Iberoamérica, si no se hace nada, queda todavía mucha leche por derramar.