Victor Serge fue un personaje tan interesante como controvertido. Su novela autobiográfica ‘Les années sans pardon’ se publicó en París en 1971, veinticinco años después de la muerte de su autor. Hay una escena, casi al comienzo del libro, en la que Serge hace hablar a un espía soviético a punto de abandonar. Al comunicarle sus planes a un joven y entusiasta colaborador, el espía decepcionado oye en los labios de su discípulo todas las razones que él mismo le había enseñado… “Todo lo que se hace de abominable en apariencia responde a una necesidad, puesto que se hace. El Partido está por encima de todo cuanto se hace, guiado por manos sumamente seguras. Si nos ponemos a dudar, estamos perdidos; a los que se mata son traidores, puesto que se les mata”.
Resuena esta razonada sinrazón en otras palabras pronunciadas algunos siglos atrás. En el curso de la cruzada contra los albigenses, casi ya al final, y ante un grupo de mujeres, viejos y niños capturados tras el asedio y rendición del lugar donde vivían, un capitán de las tropas francesas (de los “cruzados”) preguntó al legado pontificio qué hacer con ellos. La respuesta es bien conocida: “Matadlos a todos. Dios ya sabrá reconocer a los suyos”.
El convencido comunista y el arrogante legado participan, sin saberlo quizá, de la peligrosa instalación en la “verdad” justificativa de cualquier exceso. Porque esta “verdad” hace que el exceso deje de serlo y se convierta en la más pura de las lógicas operativas. La verdad del Partido y la verdad de la creencia fanática y abusiva son la misma. La verdad absoluta que se detenta como un arma, que todo lo justifica y todo lo ampara, blandida, contundente e inmisericordemente, por aquellos que se consideran a sí mismos la encarnación viva de tales verdades.
Porque estos extraordinarios seres, que se sienten indubitablemente investidos de la autoridad del dios o de la historia (tanto da), se sienten también, y correlativamente, capaces de decir a los demás no sólo lo que se debe hacer, sino lo que se debe pensar. Son los hunos y los hotros unamunianos. Los que aspiran a prohibir pecar y los que aspiran a prohibir pensar. Y, como corolario obligado, los promotores de todas las tiranías que en el mundo han sido y serán.
No están sólo en una parte del espectro, sino que infiltran a la menor oportunidad cualquier creencia, ideología o posición social y política. Bien es cierto que tienden a acumularse en los extremos. Son los defensores de la pureza, los adalides de las revoluciones, los salvadores de la humanidad y del humano.
Son los que planifican y glorifican con desparpajo el crimen propio y criminalizan, con igual desahogo, la conducta ajena por el mero hecho de ser ajena.
Son los que siempre tienen razón porque no escuchan, los que son perpetuos y autodesignados portavoces del dios de turno o representantes natos e indiscutibles del pueblo elegido, cuando no del resto de la humanidad.
Son los eternos expedidores de carnés de ortodoxia y de pertenencia. Son los amantes de las urnas cuando buscan que les den la razón y elusivos resistentes a nuevas votaciones cuando ya se la han dado y temen que se la quiten.
Son los eternos críticos del poder, salvo cuando el poder es el suyo. Son los que hablan de derechos, de moral, de ética, al tiempo que consideran que están exentos de lo que predican.
Son los que se llenan la boca de “humanidad”, “hombre”, “mujer” y “pueblo”, y ni siquiera se molestan en saber si hay algo de humano en lo que dicen, cuántos hombres y mujeres les siguen y quién ese pueblo al que invocan sin pausa.
A este selecto grupo, tan diverso en su apariencia y tan homogéneo en su esencia, se le puede identificar por tres rasgos casi específicos: la mentira como estrategia, el empleo sistemático del método de las aproximaciones sucesivas y la meta descarnada de la consecución del poder absoluto.
No es sólo el viejo adagio de que el fin justifica cualquier medio. Es la sofisticación del mismo. Supone que el disimulo y la simulación son estrategias centrales; que hay que actuar poco a poco y sin que se note demasiado; que, si hay que vestirse de cordero, para eso están las pieles a buen precio; que la sonrisa y el buen rollete también pueden manejarse; que ya llegará el momento de enseñar los dientes y que, mientras tanto, todos somos amigos, menos de los que hay que temer que nos ganen; que decir hoy digo y mañana diego no es un problema. Sólo hay que poner la cara impasible y los ojos inocentes; que todos los símbolos son estupideces sin valor alguno, menos los míos, que son intocables.
Y en la cúspide de todo, una idea nunca dicha pero nunca abandonada: la libertad es buena sólo mientras yo alcanzo el poder; después es simplemente innecesaria.
Liberticidas.