Cuando yo iba al colegio, hace ya muchísimos años, desgraciadamente, era corriente entre nosotros, los estudiantes de entonces, cuando alguno planteaba un asunto que costaba creer, la siguiente pregunta:
– ¿Me das tu palabra?
Aquello parecía ya una garantía indudable de que lo que se estaba diciendo o cuestionando era absolutamente cierto, pero todavía en algunas ocasiones se llegaba más lejos:
– ¿Me das tu palabra de honor?
Llegar a ese extremo ya era prácticamente definitivo, hasta el punto de que muchos nos mostrábamos reacios a darla porque pensábamos que la palabra de honor sólo debía utilizarse en muy contadas ocasiones.
En la sociedad de entonces, y sobre todo en la sociedad rural, bastaba con frecuencia con estrecharse la mano para sellar un compromiso que se cumpliría en cualquier caso porque se había cerrado entre personas honorables. No hacía falta más, la gente se respetaba y sobre todo se respetaban los pactos y los compromisos, porque no hacerlo llevaba aparejada la pérdida de la honorabilidad de quien resultaba incumplidor.
Vivimos así durante mucho tiempo en una sociedad en la que el respeto a los compromisos y a la palabra se mantuvo, contribuyó en buena parte a nuestro progreso y evitó la proliferación de conductas dudosas. Había incumplidores, en cualquier sociedad resulta imposible evitarlos en su totalidad, pero la misma sociedad los censuraba y degradaba, haciéndoles la vida muy difícil.
Con el paso de los años, la creciente complejidad de la evolución social, muy rápida en lo material y muy poco razonable en lo ético y en lo moral, nos fue enfrentando con un mundo muy distinto.
La palabra fue perdiendo importancia y en muchos casos fue sustituida por la firma. Las palabras se las lleva el viento, pero las firmas quedan y, sobre todo documentalmente, sirven para demostrar la existencia de los compromisos y, en consecuencia, la exigibilidad de los mismos. Parecía que habíamos llegado a un final en el que los documentos sustituían a las palabras y éstas todavía se mantenían en vigor en determinadas personas y en ciertos ambientes. Sin embargo, la fuerza del compromiso firmado parece que también ha llegado a su fin.
Llevamos ya bastante tiempo comprobando cómo, en actuaciones judiciales muy importantes, destacadas personalidades afirman sin el menor asomo de vergüenza que ellos firmaban lo que les ponían delante pero que no se enteraban, pretendiendo desviar la responsabilidad de esas firmas hacia aquellos que se las habían sugerido o propuesto. Eso sí, el sueldo que cobraban no se desviaba en absoluto, lo seguían cobrando y en muchas ocasiones era muy importante. Se transfiere la responsabilidad pero el sueldo no, curiosa actitud, ¿no les parece?
Si sólo fuera esa situación patrimonio de unos pocos políticos y personajes que han aparecido en nuestra constelación social en los últimos años, el tema, con ser preocupante, no lo sería en exceso. Lo malo es que, desgraciadamente, refleja una falta de honorabilidad en las personas que se ha extendido por la sociedad y que nos sitúa aparentemente en un mundo en el que los compromisos son poco menos que inexigibles, y en gran parte porque no siempre se atiende a la seriedad que nos lleva a cumplirlos, sino al pretexto que nos sirve para evadirnos de los mismos, especialmente cuando el cumplimiento es gravoso para quien tiene que honrarlo.
Reconstruir el principio de honorabilidad que el Derecho Romano, con esas síntesis perfectas a las que nos tiene acostumbrados, definía como “pacta sunt servanda” , se presenta como una necesidad ineludible si queremos que nuestra sociedad progrese en beneficio de todos, y son pactos electorales las promesas electorales y no los apaños que se quieren hacer después de que las elecciones han tenido lugar.
Honorable es, según la RAE, “la persona digna de ser honrada y acatada”, y de ahí que altos cargos como los presidentes de la Generalitat catalana reciban el pomposo título de “molt honorable”, título que, a la vista de sus actuaciones demostradas de manifiesta deslealtad hacia los principios que tienen que defender en virtud de su cargo y de otras indiciariamente mucho más graves, resulta no sólo inapropiado, sino hasta grotesco.
La actitud postelectoral de nuestros políticos haciendo realidad en pocos días aquella desvergonzada sentencia del viejo profesor que decía “las promesas electorales se hacen para no cumplirlas”, ayudada por la falta de seriedad de una buena parte de nuestros dirigentes, está convirtiendo nuestro país a gran velocidad en un “puerto de arrebatacapas” donde la honorabilidad resulta no sólo superflua, sino contraproducente. ¿Es eso de verdad lo que quiere la mayoría de los españoles? Me resisto a creerlo.