Venimos oyendo desde hace tiempo en España la llamada a una “regeneración democrática” de nuestro sistema político. En 1993, Felipe González después de diez años de mayoría absoluta, habló de un necesario “impulso democrático”. En 1996 José María Aznar pidió una “Segunda transición” que recuperase el espíritu democrático de la primera; y poco después, nos dijo: “voy a convertir la democracia española en una de las mejores del mundo”. Y en 2004, en el mismísimo discurso de investidura, Rodríguez Zapatero, afirmó: “haré de España una democracia ejemplar… El poder no me va a cambiar”.
La verdad es que el poder ha cambiado a todos los Presidentes, pero aquí no ha cambiado nada y es patente –y creciente- la decepción de la gente con los políticos. La estima que el pueblo siente por ellos, por los partidos y por la política, desciende una y otra vez en las encuestas hasta niveles preocupantes. Y lo ocurrido estos últimos días en la Puerta del Sol de Madrid, en medio de su desorden y su caos, refleja una realidad subyacente de la que los dirigentes políticos deben tomar nota. Así no podemos seguir.
Y es que vivimos en una democracia falseada. Es falsa “la estructura y funcionamiento democrático de los partidos” (que pide el artículo 6 de la Constitución), es falsa la división de poderes, es falsa la independencia del poder judicial, incluido el propio Tribunal Constitucional cuya acción se ve mediatizada (o bloqueada) por los políticos; y son invadidas por los partidos las instituciones reguladoras de la economía, supuestamente independientes. En España, hoy, los partidos políticos lo invaden todo, no sólo las Instituciones públicas, que debían respetar, sino también las privadas como Cámaras de Comercio, Cajas de Ahorros, Instituciones Feriales, Museos y Hospitales y tantas otras.