La historia de la filosofía política se inicia con Platón y Aristóteles cuando Atenas había dejado de ser el gran centro de poder que fue durante el siglo V a.C., el denominado siglo de Pericles, tras ser derrotada por Esparta en las guerras del Peloponeso. Para Hegel no es extraño que así sucediera, ya que la filosofía, a la hora de decir «una palabra acerca de la teoría de cómo debe ser el mundo», llega siempre «demasiado tarde». La lechuza de Minerva, paradigma y encarnación de la sabiduría, sólo inicia su vuelo cuando está a punto de anochecer. Tal es, en efecto, una constante de la Historia.
Fernando Prieto, en su Historia de las ideas y de las formas políticas, nos introduce en el estudio del Renacimiento con estas palabras: «Las crisis en la Historia son, entre otras muchas cosas, aquellos tiempos en los que una sociedad se renueva porque deja atrás una serie de elementos que ya no le sirven e instaura otros nuevos que, en definitiva, configuran nuevas formas de vida». Lo había dicho Tocqueville: «Un mundo nuevo requiere una ciencia política nueva». Vivimos hoy tiempos de crisis y, sean cuales sean las «nuevas formas de vida» que se precisen, es seguro que habrán de responder a unas igualmente nuevas ideas, porque son las que exige un mundo nuevo y diferente.
Mas la historia es una sucesión de actos realizados por hombres de carne y hueso y toda obra requiere de los hombres adecuados para acometerla. La pena es que el destino no siempre es generoso proporcionándolos. Decía Ortega que la poco edificante historia de la primera mitad de nuestro siglo XIX estuvo caracterizada por la carencia de significados intelectuales pero que, en compensación, contó con grandes hombres de acción. «Si se quemaran los discursos y los libros compuestos en ese medio siglo –dijo- y fueran sustituidos por las biografías de sus autores, saldríamos ganando ciento por uno». Desde el desastre de 1898 al de 1936 nuestra tierra produjo sin embargo grandes genios e intelectuales, pero escasos hombres de acción; al contrario que en la época anterior, se podrían quemar todas sus biografías, pero a condición de salvar sus escritos. De 1936 a 1975 no hubo en España ni grandes intelectuales ni grandes hombres de acción, salvo quizá, entre estos últimos, Francisco Franco. Y desde 1975 hasta el presente también hemos carecido tanto de unos como de otros.
Es frecuente establecer equiparaciones entre la situación política actual y la vivida a mediados de los setenta, pero entonces los problemas eran de otra índole. De lo que en aquél momento se trataba era de sustituir el sistema de gobierno de los últimos cuarenta años por una forma de organización política conforme a patrones muy experimentados en nuestro entorno geopolítico, que nos sirvieron de referencia para articular la convivencia de un pueblo perteneciente a una sola nación y solidariamente asentado en un único territorio. No existían ya realmente las dos Españas de que nos habló Machado (la «memoria histórica» aún no las había resucitado), y mucho menos las diecisiete actuales.
Puestos a buscar precedentes quizá debamos retroceder doscientos años para encontrar paralelismos con el actual estado de cosas. Hace dos siglos lo que se desmembraba era un imperio, en el contexto de la descomposición de las instituciones del Antiguo Régimen; hoy lo que se diluye es la nación que entonces comenzó a forjarse, en el del descrédito de las democráticas instituidas hace poco más de treinta años.
Las soluciones a las crisis -decía Prieto- pueden ser paulatinas y apenas perceptibles, pero también pueden manifestarse «como una súbita explosión de energía social reprimida: son las revoluciones». Los dos últimos siglos han sido más propensos a esta segunda forma de solución que todos sus precedentes. Concretamente, en el nuestro XIX pareció instalarse una especie de revolución permanente, con réplicas más o menos virulentas de la misma originaria convulsión institucional, tal vez por la abundancia de hombres de acción de que nos habló Ortega, pero también por la escasez de materias grises de que igualmente se quejó. Es algo a tomar en consideración para evitar incurrir en idénticos errores.
Afortunadamente, en los tiempos que corren los hombres de acción escasean. Pero, desgraciadamente, tanto como las buenas cabezas, y de éstas sí que se precisaría para sacarnos del atolladero.
El penoso espectáculo de nuestra actual clase política, carente de miras de largo alcance y más pendiente de obtener mezquinas esferas de poder y de conservarlo que de aportar verdaderas soluciones a los problemas no nos permite concebir grandes esperanzas al respecto, y por primera vez en nuestra reciente historia los políticos y su general modo de comportarse, atendiendo más a sus particulares intereses que a los generales de la Nación y coadyuvando impávidos a su disolución y a la descomposición de las instituciones que tan ilusionadamente pusimos en marcha hace tres décadas ha llegado a convertirse en una de las principales preocupaciones de la ciudadanía, que asiste, absorta y en gran medida aún esperanzada, al lamentable y triste aquelarre.
¿Podemos fiarnos de Hegel y esperar que la lechuza de Minerva esté a punto de emprender el vuelo? Anochecer sí que está anocheciendo. Para algunos es ya incluso noche cerrada. Pero da la impresión de que con estos mimbres…